domingo, 13 de febrero de 2022

Damaris y la salvaje

Pilar Quintana (por lo menos en La perra) es claramente una escritora intuitiva, nada teórica, en un medio en donde hay teóricos que han ampliado indudablemente la comprensión y la práctica de la escritura, la novela en especial, (ya que estamos entre mujeres, Virginia Woolf). Su mito sobre la ficción es que ésta es una exhumación de la mitología privada, en su caso de los demonios particulares de una mujer particular, acaso en resistencia contra un entorno violento y reductor, empeñada en la narrativa jungiana de encontrar su identidad trascendente. Una escritora similar a Emily Dickinson cuya obra coincide con la flemática recuperación de sí misma en medio de la dispersión del entorno hostil y anti-femenino. Como la Dickinson, la Quintana también nos suplica un espacio, negocia una oportunidad para sus signos idiosincráticos (por lo menos en La perra). Este tipo de literatura es bastante popular, paradójicamente. La escritora-bruja: Teresa de Avila, Mary Shelley, George Sand, las mencionadas Dickinson y Woolf. Más teóricas e intelectuales: Zymborska, Gluck. Las intuitivas son viscerales con un encanto oscuro e inquietante. Las antiitelectuales con encanto sutil. La perra es una fábula recitada cabe el puchero de la bruja, poco tolerante con las estrategias totalizantes y fetichistas de la forma, esa forma que más de una mujer puede percibir como un ritual machista. La forma de La Perra no persigue rango absoluto, lo que importa es un qué extraído, parido de las entrañas, visceral, lo tomas o lo dejas. De modo que la experiencia de esta novela de escasas 108 páginas es verse de pronto inmerso, involucrado por su prosa brujeril en un metáfora de mujer que gira en un vórtice, que crees asir y al rato se desliza a otros lugares, que de todos modos te permite ser el envase en que se prepara el bebedizo. El lector sostiene un “agon” con este relato, lejos de la zona de confort de los narradores engallados y retóricos y de sus rituales eufónicos y dominantes. La sutileza, la no obviedad acaban por ser extrañas en este relato de una romántica, de las salvajes, convencida de que recuperar lo salvaje es una forma de trascendencia. La ordalía de Damaris, sin embargo, gana. La imposibilidad de la maternidad rebela un aspecto salvaje de la condición femenina. La autora, en entrevista, revela haber sido paciente del diván psicoanalítico, dato que nos alienta a confirmar el patrón psicoanalítico expresado en la esterilidad que sufre Damaris. Patrón de culpa, la cual se expía inconscientemente bloqueando la gestación. Es uno de los nudos dominantes de la fábula: la culpa que siente la heroína por la muerte de un niño causada por un descuido de Damaris, también niña. “…esa novela era sobre todo decirle a la gente en Cali “mire, esto es lo que verdaderamente soy”. Y era superdifícil porque allí tenía que mantener las apariencias y ser una niña decente y bien. Y con la novela era mostrarles que no lo era, que soy salvaje”. Esta novela apretada y negra engrosa el repertorio de esa escuela…salvaje. Salvaje y femenina, e ingenua, que trabaja el género como con una venda en los ojos, y reducida a la visión de un interior celoso de sí, engolosinado con la distancia que lo separa de lo promedio, poco flexible a la teoría de que lo más importante es el cómo se cuenta, la forma. Salvaje. Salvaje como el neonato cubierto de mucosidades y sangre.

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