En cualquier intento de “gran narrativa” de la
novela colombina, en cualquier esbozo de canon, Déborah Kruel, la novela de
Ramón Illán Bacca es obligatoria. Lo mismo que Qué viva la música y Sin remedio
es vehículo de liberación de esas “represiones” que dominan períodos enteros
del arte de la novela en Colombia. Espectáculo que nunca nos cansamos de
contemplar es la forma cómo en estos libros irrumpe el eros reprimido de la
cultura nacional. En forma parecida a como lo hace en la pintura de Fernando
Botero o la poesía de Juan Manuel Roca. Más espectacular y dramático porque la
represión en la novela ha sido más intensa que en la pintura y la poesía. Por
eso el cronista desprevenido puede hablar de bocanada de aire fresco para
significar la aparición de Déborah Kruel en 1990.
En
Barranquilla, célebre como sede de una temporada decisiva en la biografía de
Gabriel García Márquez, Bacca, vecino de la cercana Santa Marta (a un quince
minutos de Aracataca, maqueta de Macondo en medio de plantaciones de banano),
gastó veinte años en la composición de esta obra, en cuasi anonimato: un puñado
de amigos sabían de tarde en tarde que insistía en un “work in progress”,
empeño que en su caso también era registrado con escepticismo, situación que
hace pensar en la soledad radical a que lleva. Tomó dos décadas que la soledad
pariera la novela de Bacca, tomó otra década que los lectores la descifraran
aunque no se trata de un texto particularmente hermético. Lo que queremos decir
es que fue necesario esperar que se diera ese fenómeno conocido como
“recepción”.
La
recepción de Déborah Kruel significa que los lectores colombianos están
descubriendo la risa que encierra la lectura, y la risa de Déborah Kruel está
desmontando la agelastia que desde hace por lo menos cien años impide la
liberación de la novela en Colombia.
En
cierto modo, tomar el libro de Bacca, en plena “pandemia” acaso es una muestra
de responsabilidad. Hemos cogido otra vez Déborah Kruel y nos hemos diluido en
su festiva polifonía, en su ajiaco humorístico, en su alta comedia y ágil
parodia. Leer Déborah Kruel en esta coyuntura invadida por un tropel de
lanzamientos con aires de oráculo, no se queda en un gesto impositivo de “contrarian”.
Otra vez entramos al libro; los libros buenos parecen bares: se puede entrar,
transitar algunas páginas, y no es tabú salir. Y es encantador cómo vuelves. Y
es probablemente una lección: hay libros en que sales y no regresas. Regreso al
bar de Ramón Illán Bacca porque se acumulan los años de este milenio y cada que
pienso en la novela colombiana terminó reiterándome que Deborah Kruel
representa un cambio de paradigma cognitivo, una solución, una liberación. La
opción siempre es imprimir sobre el texto el palimpsesto de la lectura, a su
vez soporte de otro palimpsesto: las preguntas que imponen la coyuntura, la
intertextualidad, las otras voces que ingresan al barrio de la novela
colombiana, las nuevas lecturas del pasado, los apuros del presente con el
deterioro de la democracia, el naufragio de la cultura letrada y la propia
crisis de la novela como discurso específico y contradiscurso del poder, sin
dejar de reir con el “bildungsroman” de Benjamin Avilés en la Santa Marta de
los años cuarenta, pretexto para un logrado pastiche basado en la demostración
al absurdo de todos los teoremas de la ficción folletinesca y el cine ídem y en
la arqueología de las actividades nazis en el Caribe colombiano.
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