domingo, 17 de enero de 2021

30 años de Déborah Kruel

 

En  cualquier intento de “gran narrativa” de la novela colombina, en cualquier esbozo de canon, Déborah Kruel, la novela de Ramón Illán Bacca es obligatoria. Lo mismo que Qué viva la música y Sin remedio es vehículo de liberación de esas “represiones” que dominan períodos enteros del arte de la novela en Colombia. Espectáculo que nunca nos cansamos de contemplar es la forma cómo en estos libros irrumpe el eros reprimido de la cultura nacional. En forma parecida a como lo hace en la pintura de Fernando Botero o la poesía de Juan Manuel Roca. Más espectacular y dramático porque la represión en la novela ha sido más intensa que en la pintura y la poesía. Por eso el cronista desprevenido puede hablar de bocanada de aire fresco para significar la aparición de Déborah Kruel en 1990.

En Barranquilla, célebre como sede de una temporada decisiva en la biografía de Gabriel García Márquez, Bacca, vecino de la cercana Santa Marta (a un quince minutos de Aracataca, maqueta de Macondo en medio de plantaciones de banano), gastó veinte años en la composición de esta obra, en cuasi anonimato: un puñado de amigos sabían de tarde en tarde que insistía en un “work in progress”, empeño que en su caso también era registrado con escepticismo, situación que hace pensar en la soledad radical a que lleva. Tomó dos décadas que la soledad pariera la novela de Bacca, tomó otra década que los lectores la descifraran aunque no se trata de un texto particularmente hermético. Lo que queremos decir es que fue necesario esperar que se diera ese fenómeno conocido como “recepción”.

La recepción de Déborah Kruel significa que los lectores colombianos están descubriendo la risa que encierra la lectura, y la risa de Déborah Kruel está desmontando la agelastia que desde hace por lo menos cien años impide la liberación de la novela en Colombia.

En cierto modo, tomar el libro de Bacca, en plena “pandemia” acaso es una muestra de responsabilidad. Hemos cogido otra vez Déborah Kruel y nos hemos diluido en su festiva polifonía, en su ajiaco humorístico, en su alta comedia y ágil parodia. Leer Déborah Kruel en esta coyuntura invadida por un tropel de lanzamientos con aires de oráculo, no se queda en un gesto impositivo de “contrarian”. Otra vez entramos al libro; los libros buenos parecen bares: se puede entrar, transitar algunas páginas, y no es tabú salir. Y es encantador cómo vuelves. Y es probablemente una lección: hay libros en que sales y no regresas. Regreso al bar de Ramón Illán Bacca porque se acumulan los años de este milenio y cada que pienso en la novela colombiana terminó reiterándome que Deborah Kruel representa un cambio de paradigma cognitivo, una solución, una liberación. La opción siempre es imprimir sobre el texto el palimpsesto de la lectura, a su vez soporte de otro palimpsesto: las preguntas que imponen la coyuntura, la intertextualidad, las otras voces que ingresan al barrio de la novela colombiana, las nuevas lecturas del pasado, los apuros del presente con el deterioro de la democracia, el naufragio de la cultura letrada y la propia crisis de la novela como discurso específico y contradiscurso del poder, sin dejar de reir con el “bildungsroman” de Benjamin Avilés en la Santa Marta de los años cuarenta, pretexto para un logrado pastiche basado en la demostración al absurdo de todos los teoremas de la ficción folletinesca y el cine ídem y en la arqueología de las actividades nazis en el Caribe colombiano.

No hay comentarios.: