Juana
Villegas es un personaje de novela que desempeña impecablemente su parte. El
autor de la novela la moldea seductora a
su manera, a su especial manera. Nos seduce su disenso manso de un montón de
cosas, se desplaza con una carga de inconformidades que no han sido oídas,
rebeldías que se guardan de estallar en las narices de tantos. Ese hervor
interno secreto es un logro del autor. ¿De qué otra manera podría modelar esta
rebelde ahogada sino comprendiéndola desde adentro, desde su secreto? Parece
que la clave de una multitud de novelas consiste en que el autor se inocule en
su héroe y haga toda la travesía de un virus hasta sus células más profundas,
de modo que sea para él un objeto transparente. Estamos hablando de un demiurgo
que a veces no se presenta: el autor no concibe un amor suficiente por el
embrión del personaje, el proceso de gestación se estanca, vacila. ¿Habrá un
símil más apropiado? Una gestación, un proceso de desdoblamientos a partir de
una semilla, es lo que la plasticidad y polifonía de ciertos héroes sugiere.
Parece que va a llover es la novela en donde vive Juana
Villegas. Nadie puede ser indiferente a su reticencia. No es una diva ni de
oficina ni de club. No usa la palabra “marica” -que ya usan casi todas las
mujeres-, al dirigirse a su amiga que si lo usa. Es en una medida un personaje
gris. Gris como el lector que tiene entre manos su historia.
Gris,
como una mujer cualquiera que quiere detener un embarazo, que quizá ni pensara
en eso si la vida no se hubiera convertido en una trampa. La vida en Bogotá,
que se sabe volver irremediablemente gris a la vuelta de las horas. Gris de
tantas fórmulas de cortesía y mentiras piadosas que hay que enunciar
oportunamente. El médico le habla como el personaje auxiliador o colaborador
que Vladimir Propp catalogó, hace cien años, en su estudio sobre las
narraciones populares. Camino del médico se le apareció antes un viejito
vergonzante que con gran estilo bogotano le mendigó unas monedas para un café.
Y antes del viejito, un niño furtivo que finge marchar al colegio o regresar
del colegio. Y antes, otro viejo, su padre, ofreció fórmulas bogotanas de
cariño mezcladas con dichos irónicos de profesor de antropología jubilado.
Juana
Villegas camina y camina por esa parte de Bogotá que logra engatusarnos con su
aire cosmopolita mientras ignoremos que es una isla rodeada de una estepa poco
cosmopolita, marinada en humo de exhosto de buses nada carismáticos, estrechos
e incómodos. Arrima donde la amiga que le dice “marica” y se deja reprender. La
regaña la amiga del colegio que es curadora de un museo importante. Le pide
cuentas por el novio, un hombre predecible, novio que resiste en su estatus de
clase media alta armado de un título universitario y de conexiones y
recomendaciones que han hecho mella en altas esferas. La curadora sabe que ya
casi la ha perdido a la Juana en la redes del patriarcado. No sabe que está
preñada, que está matando tiempo hasta la tarde cuando el médico aspirará el
coágulo de vida ciega que porta en su vientre. No sabe la amiga que su
respectivo novio, un creador de instalaciones y esa clase de entelequias
conceptualistas, es otro novio desaprobado que a Juana no la engaña, porque
tiene la misma idea de la pareja humana que el novio de ella, administrador de
empresas. Juana camina tanto mientras dan las cuatro pm que termina pasando por
el edificio donde vive su novio anterior, su novio de cuando universitaria. Se
abre un boquete en el muro de su sobriedad y visita a este novio. El autor de
la novela se da maña para sugerir que este novio representa la dosis de locura
que toda vida debe tener, aún en la gris Bogotá. Este personaje, que
seguramente debe pertenecer a alguna de las categorías de Vladimir Propp,
representa para Juana Villegas su tránsito por la universidad, su antiguo rol
de ser humano confiado en que le espere un nuevo mundo, que la juventud se lo
inventa para enterrar el viejo mundo estrecho de la clase media demasiado
respirada. Lo único que consigue es sentir enorme envidia por la abyección en
que vive su tía con el director de cine Carlos Mayolo. Como buena bogotana,
Juana aprovecha que con su exnovio van a un paraje en donde venden videos
piratas de películas, para llevarle a su tía que vive al pie de las moles
andinas un recado de su papá. La historia termina mientras se preparan médico y
paciente, ella de regreso de su caminadera por todas partes, y es un final con
una sorpresa, una de las sorpresas más sorprendentes de la novela colombiana.
Juana, la heroína de Parece que va a
llover, típica cachaca bogotana, es una ilusión literaria, pero dotada de
engañosa vida porque Ricardo Silva Romero, el autor de la novela, con instinto
de novelista, compone la bitácora de sus opciones (decisiones), de modo que
Juana remeda exactamente a los seres de carne y hueso que caminan haciendo
elecciones y haciéndose a sí mismos en esas elecciones. El estar arrojada en
una deriva de elecciones es lo que brinda la ilusión literaria de vida.
Pepe
Calderón, el protagonista de Autogol,
otra novela de Silva Romero, también se proyecta a través del historial de
opciones que es su existencia, como si para el autor fuera un método. Pepe
Calderón, se queda sin voz en el segundo tiempo del encuentro entre las
selecciones de fútbol de Estados Unidos y Colombia. Lo cual es una catástrofe
para un comentarista de cabina. Está en esa cabina como punto final de un
rosario de decisiones/elecciones, unas heroicas, otras vergonzosas. En la radio
deportiva no se sobrevive sino se es pragmático, sino se aprovechan las
oportunidades, sino se pone el propio pellejo como lo segundo más importante
después de Dios. Lo aprende el lector de la historia de Pepe Calderón, quien
elige y elige hasta el final y algunas veces hasta elige ser valiente. Su
tragedia nace en el momento en que elige ser víctima. Eso, creerse víctima de
todo y de todos es un ácido que la novela reseña con recursos de novela,
alumbrando esa conciencia que tira los dados.
Silva
Romero, demiurgo incesante, nos planta otras de sus criaturas en El Libro de la envidia una intriga
detectivesca, una pesquisa histórica ambiciosa. Exorciza la historia, porque la
historia se archiva y la cubren capas de polvo. El período que el libro ilumina
ha permanecido mucho tiempo en un anaquel etiquetado “casos cerrados”. Silva
Romero le sacude las capas de polvo y lo exorciza. Es así que permite una
excursión por La Regeneración, presuntamente la gesta de un caudillo, Rafael
Núñez, vago e indefinido en la historiografía, con halo de fundador de
naciones. En la novela de Silva Romero es remoto también, pero preside sobre
una Bogotá repleta de delitos, entre ellos el asesinato de José Asunción Silva,
el poeta cuyos alejandrinos y demás metros bordeaban actitudes riesgosas en una
era en que las sotanas y la Santa Sede eran actores centrales del drama
histórico. El Libro de la envidia es un libro gordo, un reto en esta Colombia
en que los lectores en potencia precisamente no viven en el barrio de La
Candelaria, sino en retirados suburbios e invierten horas en desplazarse, y eso
hace un reto a los libros de 600 páginas. Seiscientas páginas en que los
conservadores- porque es hace 120 años- se desplazan en minutos de un sitio a
otro a conspirar o a emitir dinero o a misa de siete. Esos trajines por las
calles más precoces de una Bogotá de 40 mil almas conjura El Libro de la
envidia. A propósito ese cuarto de San Alejo no lo mentaba la novela en
Colombia desde 1989, con Noticias del
Altozano (en el libro En busca del
Moloch) de Ricardo Cano Gaviria.
El
crítico, gracias a un autor resuelto respecto de su escenario, ha trasegado
esas calles bogotanas y decimonónicas y se ha divertido paseando por la
Historia, siguiendo tras los pasos de Juan de Dios Monsalve, apodado por esa
Bogotá de billetes falsos y liberales vergonzantes, Loco Cacanegra. Su padre,
un erudito vertical y afiliado a la élite de la ciudad, le ha rehusado siempre
el apellido. Su mujer, o mejor el fantasma de su mujer, le increpa a diario
para que denuncie o grite que al poeta José Asunción lo suicidaron, no fue que
él se suicidó. Cacanegra lo vio todo en una de esas noches cerradas de los
potreros de Bogotá. El problema es que quién le cree a un loquito. Con
semejante detective, Ricardo Silva Romero ha conjurado otra criatura, viva, y
que se retuerce, de la novela colombiana.
Y
para amarrar mejor nuestra conclusión, dejemos que venga en nuestra ayuda un
demiurgo cubierto de gloria como Henry James, con cuyos héroes carismáticos se
podría poblar un barrio. En su libro El
arte de la ficción. James anotó que el personaje es la determinación del
“incidente”, y éste la ilustración del personaje. Las opciones y elecciones del
héroe en los tres casos de novelas de Silva Romero que he señalado son
incidentes. Tienen sentido en la narración si operan como ilustración,
explicación, exploración del héroe. Sin este último, como producto de la
dialéctica incidente-personaje, los incidentes carecerían de intención
novelesca. El narrador tiene que sacar incidentes de una chistera de mago,
digamos que es la mitad del trabajo. La otra mitad consiste en que cada uno de
estos valga como clave sobre el héroe, como una de las luces y pinceladas de su
retrato.
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