sábado, 25 de mayo de 2019

El novelista y sus criaturas -Tres héroes de Ricardo Silva Romero-



Juana Villegas es un personaje de novela que desempeña impecablemente su parte. El autor de la novela la moldea seductora  a su manera, a su especial manera. Nos seduce su disenso manso de un montón de cosas, se desplaza con una carga de inconformidades que no han sido oídas, rebeldías que se guardan de estallar en las narices de tantos. Ese hervor interno secreto es un logro del autor. ¿De qué otra manera podría modelar esta rebelde ahogada sino comprendiéndola desde adentro, desde su secreto? Parece que la clave de una multitud de novelas consiste en que el autor se inocule en su héroe y haga toda la travesía de un virus hasta sus células más profundas, de modo que sea para él un objeto transparente. Estamos hablando de un demiurgo que a veces no se presenta: el autor no concibe un amor suficiente por el embrión del personaje, el proceso de gestación se estanca, vacila. ¿Habrá un símil más apropiado? Una gestación, un proceso de desdoblamientos a partir de una semilla, es lo que la plasticidad y polifonía de ciertos héroes sugiere.
Parece que va a llover es la novela en donde vive Juana Villegas. Nadie puede ser indiferente a su reticencia. No es una diva ni de oficina ni de club. No usa la palabra “marica” -que ya usan casi todas las mujeres-, al dirigirse a su amiga que si lo usa. Es en una medida un personaje gris. Gris como el lector que tiene entre manos su historia.
Gris, como una mujer cualquiera que quiere detener un embarazo, que quizá ni pensara en eso si la vida no se hubiera convertido en una trampa. La vida en Bogotá, que se sabe volver irremediablemente gris a la vuelta de las horas. Gris de tantas fórmulas de cortesía y mentiras piadosas que hay que enunciar oportunamente. El médico le habla como el personaje auxiliador o colaborador que Vladimir Propp catalogó, hace cien años, en su estudio sobre las narraciones populares. Camino del médico se le apareció antes un viejito vergonzante que con gran estilo bogotano le mendigó unas monedas para un café. Y antes del viejito, un niño furtivo que finge marchar al colegio o regresar del colegio. Y antes, otro viejo, su padre, ofreció fórmulas bogotanas de cariño mezcladas con dichos irónicos de profesor de antropología jubilado.
Juana Villegas camina y camina por esa parte de Bogotá que logra engatusarnos con su aire cosmopolita mientras ignoremos que es una isla rodeada de una estepa poco cosmopolita, marinada en humo de exhosto de buses nada carismáticos, estrechos e incómodos. Arrima donde la amiga que le dice “marica” y se deja reprender. La regaña la amiga del colegio que es curadora de un museo importante. Le pide cuentas por el novio, un hombre predecible, novio que resiste en su estatus de clase media alta armado de un título universitario y de conexiones y recomendaciones que han hecho mella en altas esferas. La curadora sabe que ya casi la ha perdido a la Juana en la redes del patriarcado. No sabe que está preñada, que está matando tiempo hasta la tarde cuando el médico aspirará el coágulo de vida ciega que porta en su vientre. No sabe la amiga que su respectivo novio, un creador de instalaciones y esa clase de entelequias conceptualistas, es otro novio desaprobado que a Juana no la engaña, porque tiene la misma idea de la pareja humana que el novio de ella, administrador de empresas. Juana camina tanto mientras dan las cuatro pm que termina pasando por el edificio donde vive su novio anterior, su novio de cuando universitaria. Se abre un boquete en el muro de su sobriedad y visita a este novio. El autor de la novela se da maña para sugerir que este novio representa la dosis de locura que toda vida debe tener, aún en la gris Bogotá. Este personaje, que seguramente debe pertenecer a alguna de las categorías de Vladimir Propp, representa para Juana Villegas su tránsito por la universidad, su antiguo rol de ser humano confiado en que le espere un nuevo mundo, que la juventud se lo inventa para enterrar el viejo mundo estrecho de la clase media demasiado respirada. Lo único que consigue es sentir enorme envidia por la abyección en que vive su tía con el director de cine Carlos Mayolo. Como buena bogotana, Juana aprovecha que con su exnovio van a un paraje en donde venden videos piratas de películas, para llevarle a su tía que vive al pie de las moles andinas un recado de su papá. La historia termina mientras se preparan médico y paciente, ella de regreso de su caminadera por todas partes, y es un final con una sorpresa, una de las sorpresas más sorprendentes de la novela colombiana. Juana, la heroína de Parece que va a llover, típica cachaca bogotana, es una ilusión literaria, pero dotada de engañosa vida porque Ricardo Silva Romero, el autor de la novela, con instinto de novelista, compone la bitácora de sus opciones (decisiones), de modo que Juana remeda exactamente a los seres de carne y hueso que caminan haciendo elecciones y haciéndose a sí mismos en esas elecciones. El estar arrojada en una deriva de elecciones es lo que brinda la ilusión literaria de vida.
Pepe Calderón, el protagonista de Autogol, otra novela de Silva Romero, también se proyecta a través del historial de opciones que es su existencia, como si para el autor fuera un método. Pepe Calderón, se queda sin voz en el segundo tiempo del encuentro entre las selecciones de fútbol de Estados Unidos y Colombia. Lo cual es una catástrofe para un comentarista de cabina. Está en esa cabina como punto final de un rosario de decisiones/elecciones, unas heroicas, otras vergonzosas. En la radio deportiva no se sobrevive sino se es pragmático, sino se aprovechan las oportunidades, sino se pone el propio pellejo como lo segundo más importante después de Dios. Lo aprende el lector de la historia de Pepe Calderón, quien elige y elige hasta el final y algunas veces hasta elige ser valiente. Su tragedia nace en el momento en que elige ser víctima. Eso, creerse víctima de todo y de todos es un ácido que la novela reseña con recursos de novela, alumbrando esa conciencia que tira los dados.
Silva Romero, demiurgo incesante, nos planta otras de sus criaturas en El Libro de la envidia una intriga detectivesca, una pesquisa histórica ambiciosa. Exorciza la historia, porque la historia se archiva y la cubren capas de polvo. El período que el libro ilumina ha permanecido mucho tiempo en un anaquel etiquetado “casos cerrados”. Silva Romero le sacude las capas de polvo y lo exorciza. Es así que permite una excursión por La Regeneración, presuntamente la gesta de un caudillo, Rafael Núñez, vago e indefinido en la historiografía, con halo de fundador de naciones. En la novela de Silva Romero es remoto también, pero preside sobre una Bogotá repleta de delitos, entre ellos el asesinato de José Asunción Silva, el poeta cuyos alejandrinos y demás metros bordeaban actitudes riesgosas en una era en que las sotanas y la Santa Sede eran actores centrales del drama histórico. El Libro de la envidia es un libro gordo, un reto en esta Colombia en que los lectores en potencia precisamente no viven en el barrio de La Candelaria, sino en retirados suburbios e invierten horas en desplazarse, y eso hace un reto a los libros de 600 páginas. Seiscientas páginas en que los conservadores- porque es hace 120 años- se desplazan en minutos de un sitio a otro a conspirar o a emitir dinero o a misa de siete. Esos trajines por las calles más precoces de una Bogotá de 40 mil almas conjura El Libro de la envidia. A propósito ese cuarto de San Alejo no lo mentaba la novela en Colombia desde 1989, con Noticias del Altozano (en el libro En busca del Moloch) de Ricardo Cano Gaviria.
El crítico, gracias a un autor resuelto respecto de su escenario, ha trasegado esas calles bogotanas y decimonónicas y se ha divertido paseando por la Historia, siguiendo tras los pasos de Juan de Dios Monsalve, apodado por esa Bogotá de billetes falsos y liberales vergonzantes, Loco Cacanegra. Su padre, un erudito vertical y afiliado a la élite de la ciudad, le ha rehusado siempre el apellido. Su mujer, o mejor el fantasma de su mujer, le increpa a diario para que denuncie o grite que al poeta José Asunción lo suicidaron, no fue que él se suicidó. Cacanegra lo vio todo en una de esas noches cerradas de los potreros de Bogotá. El problema es que quién le cree a un loquito. Con semejante detective, Ricardo Silva Romero ha conjurado otra criatura, viva, y que se retuerce, de la novela colombiana.
Y para amarrar mejor nuestra conclusión, dejemos que venga en nuestra ayuda un demiurgo cubierto de gloria como Henry James, con cuyos héroes carismáticos se podría poblar un barrio. En su libro El arte de la ficción. James anotó que el personaje es la determinación del “incidente”, y éste la ilustración del personaje. Las opciones y elecciones del héroe en los tres casos de novelas de Silva Romero que he señalado son incidentes. Tienen sentido en la narración si operan como ilustración, explicación, exploración del héroe. Sin este último, como producto de la dialéctica incidente-personaje, los incidentes carecerían de intención novelesca. El narrador tiene que sacar incidentes de una chistera de mago, digamos que es la mitad del trabajo. La otra mitad consiste en que cada uno de estos valga como clave sobre el héroe, como una de las luces y pinceladas de su retrato.


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