Antes de leer este libro leímos Débora Kruel, un divertimento elaboradísimo escrito cuando el autor
de este libro estaba en el kindergarten. Si Ramón Illán Bacca, el autor de Débora Kruel, es posmodernista, que se ha alegado, el de “este”
libro, Los estratos, es
pos-posmodernista o algo así; de todos modos pasamos de las bromas a algo
parecido a un guión cinematográfico de Antonioni mezclado con una pesadilla de
Joseph Conrad.
Pero Los estratos es una noveleta alargada a la fuerza que
de todos modos funciona. Funciona especialmente como comentario posmoderno de
la pesadilla que es para todos los colombianos su país. Una de sus virtudes es
que el comentario se entrega evitando los lugares comunes y cavando por debajo
de lo obvio, distanciándose de la gestualidad gastada para maldecir tu país, tu
ciudad, tu familia.
Se parece a Los
Ejércitos, el célebre relato gótico de Evelio Rosero. El mismo semi-vegetar
del personaje, metáfora de la vida del colombiano reducido a sobrevivir o a
terminar el día como único proyecto de vida. Juan Cárdenas, el autor es el tipo
de escritor que rumia lo que escribe y escribe como rumiante, y hacerlo es su
método de lavar los datos como los mineros lavan la tierra del río. El escritor
lava hasta que encuentra el oro de la existencia reptante, del marchar sin
moverse del punto de partida que es la existencia en esto que se llama Colombia
y que nos tocó en (mala) suerte. Lavar la literatura, ¿no será la estrategia
posmodernista?
Los estratos puede
ser para el período que ahora atravesamos –sin movernos del mismo lugar-lo que Los ejércitos fue a principios de siglo,
en el momento cenital del Plan Colombia. Una novela es muchas cosas. Las varias
lecturas que dicen. También es un documento del estado del alma de las élites
propietarias del país. El héroe de Los
estratos no es como el profesor de Los
ejércitos, dueño de un patio con dos gallinas y un fogón para hacer café.
Es un señorito, ha estado en una clínica de reposo, hay piscina en el
condominio, su esposa contrata empleadas domésticas, asiste a reuniones de la
junta directiva de su fábrica, a admirar instalaciones en la galería de arte.
No sabe bailar salsa. Y está completamente vacío por dentro con excepción de
una obsesión nostálgica por encontrar a la Nana negra, la mano negra de la que
se prendía cuando era un mocoso de la élite. La garra de Juan Cárdenas para
describir dicho vacío espiritual es cierta y firme. Lo hace tan bien, que Los estratos le pesa a uno en las manos
como un conjuro de magia negra, y tiene resonancias de informe psiquiátrico y
azota con un relente helado el ánimo del lector, con su prosa de secretario de
juzgado municipal, su habla de sobremesa tras una bandeja paisa, de sobremesa
de pase de cocaína.
Tampoco la prosa de Que
viva la música persigue diferenciarse de la prosa que usamos en nuestro
arrastre existencial por los días colombianos de buses y whatsapp, gastritis y
gaseosa. La heroína de Andrés Caicedo también es de la élite blanca, del sur de
Colombia. Caicedo también exploró las condiciones psiquiátricas de las élites,
a través de esa niña que sin saberlo quiere destruir esa inercia de su gente,
de la casta maldita cuyo único horizonte es la necrofilia. Sí, Que viva la música es un hipotexto de Los estratos y recicla motivos que la
ficción del suroccidente, de Cali y cercanías nos ha enseñado a leer.
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