Ignacio Escobar(Sin remedio, Antonio Caballero) es
dominante respecto de sus amigos, de sus novias, tiene cierto rango dentro del
salón de su mamá, capital simbólico frente a su prima, a diferencia de
Aureliano o Ursula Buendía la vida para él es una intensa lucha por el poder,
fáctico o simbólico. A Juana Villegas(Parece que va a llover, Ricardo Silva
Romero) la cerca un tejido de ideología y la cerca para co-optarla y asimilarla
dentro del dispositivo del Poder. Los nuevos novelistas tuvieron que afrontar
estas cosas que la poética garciamarquiana eludía con argucia que hacía más compleja
la tarea
Alguno de esos ingleses infatigables del siglo de las
luces juzgó vagos y frívolos a los “romances”. La palabra ya tenía su historia,
que la había alejado completamente del significado que tenía en castellano pero
de todos modos designaba una tupida narración abundosa de aventuras y de
trabajos de amor perdidos o hallados. El inglés flemático y sus
correligionarios propusieron y terminaron imponiendo el término “novela” que
cíclicamente se presta para designar una amplia miscelánea de artefactos y que
se emplea mucho en este mundo que tiene a la novela como uno de sus rituales y
fetiches culturales. No importa cuánta agua neoliberal y posmoderna haya pasado
bajo el puente, un novelista sigue siendo un héroe cultural y va siempre
acompañado de un séquito de aduladores profesionales y amateurs, siempre es
mediático, entusiastamente mediático. ¿A quién se le escapa que a la novela los
medios prodigan toda la visibilidad que le mezquinan a la poesía?
No divaguemos, sin embargo, por lo menos por un corto
espacio: del término “romance”(romanz) sobrevivieron las palabras “romanzo” y
“roman”. La primera es del italiano que la emplea en alusión a exactamente el
mismo artefacto que llamamos novela en castellano. La misma función tiene roman
en francés y en alemán. Y son “romancieres” en Francia, los colegas de los
“novelists” del entorno anglosajón. En lengua castellana "novela" no disfruta de un término sinónimo, de modo que quien medita sobre cualquiera de los aspectos de la novela no puede evitar el uso fatal y reiterativo de
ese nombre. Como sucede en lo que sigue.
Hoy se puede postular el hecho de la novela colombiana, y
se puede hacerlo a pesar de Gabriel García Márquez, un autor que, amén de su
calidad intrínseca, es tan elaborada construcción semántica y social, que no es
juego de palabras decir que es una institución, un héroe mediático también. La
construcción ideológica de Cien años de soledad incluyó entre líneas la noción
de que era una culminación, un pleroma y non plus ultra, en el cual llegaba a
su máxima expresión la literatura colombiana. Mucha atención aquí: en el logro
de la máxima expresión o manifestación de algo está la implicación de que son
innecesarios más esfuerzos, se ha llegado a un punto final. La obra de García
Márquez fue para muchos escritores colombianos la mala conciencia de su no
necesidad. Todo estaba realizado. Por eso la novela que vemos surgir en
Colombia resueltamente en los últimos veinticinco años, surge a pesar del
bloqueo que produjo la emergencia del demiurgo de Macondo, en su contra, en
contra de su poética, con la visión de que la poética macondiana es una dentro
de un repertorio amplio y es irracional concederle predominio o legitimidad
especial.
La otra percepción que la “canonización” del texto garciamarquiano
produjo: método tan productivo y lúcido merecía ser copiado, imitado, asimilado.
Hubo intentonas, pero ocurría que el método obedecía a un “insight”, no eran
simples manipulaciones retóricas: para producir los levitantes textos
macondinos era necesario compartir las intuiciones garciamarquianas, su
vitalismo y surrealismo particulares. Todo era un gran equívoco, nada próximo a
la tradición novelesca ni a sus prácticas textuales. Los que imitaban al
fabulador macondiano no tenían muy claro el carácter del modelo: no es fabuloso
argumentar la pertenencia de García Márquez a la escuela de la “novella” o
noveleta. Una aproximación desde la sustancia de la noveleta al paradigma
hubiera sido más rica en logros. A la postre no se materializó ninguna escuela
garciamarquiana y todo remedar del texto garciamarquiano sugiere frecuentemente
la torpeza y el mecanicismo. A pesar de García Márquez, la nueva novela comenzó
por comprender dos opciones de signo diverso: novela y noveleta. Podemos ubicar
ese tocar fondo en 1976 año en que irrumpe Que viva la música (Andres Caicedo,
1951), un espíritu muy independiente: en su rasgo particular Caicedo no era de
los que se sentían aludidos por la consagración-legitimación de Cien años de
soledad. No carecía de “insight” propio, de fetiches propios, divididos entre
el cine y la literatura, tampoco tenía raíces en una región poderosamente
tipificada como el Caribe de García Márquez, si tenía raíces se hundían en la
huidiza urbe tercermundista recorrida por hibridaciones culturales y por los
conflictos y compulsiones de seres transitorios e improvisados, los átomos de
un país que no encuentra una nación. Tuvo la actitud, tuvo la intuición
novelesca: fuera de esa realidad, esa que registra la novela, nada más había,
hacer novela es aludirla, hacerla ver (otros escritores, diversos de los
novelistas, postulan que esta realidad en la que estamos arrojados puede
trascenderse, escribir es tocar o sugerir lo que hay más allá). Como un delirio
o pesadilla de José Arcadio Buendía
surgen en las páginas de Que viva la música, sus desaforados actores, figuras
retorcidas y desgarradas del nicho de la adicción y el hedonismo mimético de
las subculturas del pop-salsa-rock, nihilistas y reos de otros crímenes menos
del peor: el de ajustarse la mala fe existencial y volverse potable para el
dispositivo de dominación. La protagonista, a diferencia de cualquier mujer
Buendía, se caracteriza por la imposibilidad de recuperarla para fábulas
fundacionales nacionalistas, pero su sentido de la sátira denuncia esa sociedad
improvisada, esa existencia sin ciudadanía, esa supervivencia en los márgenes
de la retórica, de la delirante superestructura de un país dependiente y
satélite.
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