sábado, 27 de diciembre de 2014

La poética contragarciamarquiana de la nueva novela colombiana



Ignacio Escobar(Sin remedio, Antonio Caballero) es dominante respecto de sus amigos, de sus novias, tiene cierto rango dentro del salón de su mamá, capital simbólico frente a su prima, a diferencia de Aureliano o Ursula Buendía la vida para él es una intensa lucha por el poder, fáctico o simbólico. A Juana Villegas(Parece que va a llover, Ricardo Silva Romero) la cerca un tejido de ideología y la cerca para co-optarla y asimilarla dentro del dispositivo del Poder. Los nuevos novelistas tuvieron que afrontar estas cosas que la poética garciamarquiana eludía con argucia que hacía más compleja la tarea
Alguno de esos ingleses infatigables del siglo de las luces juzgó vagos y frívolos a los “romances”. La palabra ya tenía su historia, que la había alejado completamente del significado que tenía en castellano pero de todos modos designaba una tupida narración abundosa de aventuras y de trabajos de amor perdidos o hallados. El inglés flemático y sus correligionarios propusieron y terminaron imponiendo el término “novela” que cíclicamente se presta para designar una amplia miscelánea de artefactos y que se emplea mucho en este mundo que tiene a la novela como uno de sus rituales y fetiches culturales. No importa cuánta agua neoliberal y posmoderna haya pasado bajo el puente, un novelista sigue siendo un héroe cultural y va siempre acompañado de un séquito de aduladores profesionales y amateurs, siempre es mediático, entusiastamente mediático. ¿A quién se le escapa que a la novela los medios prodigan toda la visibilidad que le mezquinan a la poesía?
No divaguemos, sin embargo, por lo menos por un corto espacio: del término “romance”(romanz) sobrevivieron las palabras “romanzo” y “roman”. La primera es del italiano que la emplea en alusión a exactamente el mismo artefacto que llamamos novela en castellano. La misma función tiene roman en francés y en alemán. Y son “romancieres” en Francia, los colegas de los “novelists” del entorno anglosajón. En  lengua castellana "novela" no disfruta de un término sinónimo, de modo que quien medita sobre cualquiera de los aspectos de la novela  no puede evitar el uso fatal y reiterativo de ese nombre. Como sucede en lo que sigue.
Hoy se puede postular el hecho de la novela colombiana, y se puede hacerlo a pesar de Gabriel García Márquez, un autor que, amén de su calidad intrínseca, es tan elaborada construcción semántica y social, que no es juego de palabras decir que es una institución, un héroe mediático también. La construcción ideológica de Cien años de soledad incluyó entre líneas la noción de que era una culminación, un pleroma y non plus ultra, en el cual llegaba a su máxima expresión la literatura colombiana. Mucha atención aquí: en el logro de la máxima expresión o manifestación de algo está la implicación de que son innecesarios más esfuerzos, se ha llegado a un punto final. La obra de García Márquez fue para muchos escritores colombianos la mala conciencia de su no necesidad. Todo estaba realizado. Por eso la novela que vemos surgir en Colombia resueltamente en los últimos veinticinco años, surge a pesar del bloqueo que produjo la emergencia del demiurgo de Macondo, en su contra, en contra de su poética, con la visión de que la poética macondiana es una dentro de un repertorio amplio y es irracional concederle predominio o legitimidad especial.
La otra percepción que la “canonización” del texto garciamarquiano produjo: método tan productivo y lúcido merecía ser copiado, imitado, asimilado. Hubo intentonas, pero ocurría que el método obedecía a un “insight”, no eran simples manipulaciones retóricas: para producir los levitantes textos macondinos era necesario compartir las intuiciones garciamarquianas, su vitalismo y surrealismo particulares. Todo era un gran equívoco, nada próximo a la tradición novelesca ni a sus prácticas textuales. Los que imitaban al fabulador macondiano no tenían muy claro el carácter del modelo: no es fabuloso argumentar la pertenencia de García Márquez a la escuela de la “novella” o noveleta. Una aproximación desde la sustancia de la noveleta al paradigma hubiera sido más rica en logros. A la postre no se materializó ninguna escuela garciamarquiana y todo remedar del texto garciamarquiano sugiere frecuentemente la torpeza y el mecanicismo. A pesar de García Márquez, la nueva novela comenzó por comprender dos opciones de signo diverso: novela y noveleta. Podemos ubicar ese tocar fondo en 1976 año en que irrumpe Que viva la música (Andres Caicedo, 1951), un espíritu muy independiente: en su rasgo particular Caicedo no era de los que se sentían aludidos por la consagración-legitimación de Cien años de soledad. No carecía de “insight” propio, de fetiches propios, divididos entre el cine y la literatura, tampoco tenía raíces en una región poderosamente tipificada como el Caribe de García Márquez, si tenía raíces se hundían en la huidiza urbe tercermundista recorrida por hibridaciones culturales y por los conflictos y compulsiones de seres transitorios e improvisados, los átomos de un país que no encuentra una nación. Tuvo la actitud, tuvo la intuición novelesca: fuera de esa realidad, esa que registra la novela, nada más había, hacer novela es aludirla, hacerla ver (otros escritores, diversos de los novelistas, postulan que esta realidad en la que estamos arrojados puede trascenderse, escribir es tocar o sugerir lo que hay más allá). Como un delirio o pesadilla de José  Arcadio Buendía surgen en las páginas de Que viva la música, sus desaforados actores, figuras retorcidas y desgarradas del nicho de la adicción y el hedonismo mimético de las subculturas del pop-salsa-rock, nihilistas y reos de otros crímenes menos del peor: el de ajustarse la mala fe existencial y volverse potable para el dispositivo de dominación. La protagonista, a diferencia de cualquier mujer Buendía, se caracteriza por la imposibilidad de recuperarla para fábulas fundacionales nacionalistas, pero su sentido de la sátira denuncia esa sociedad improvisada, esa existencia sin ciudadanía, esa supervivencia en los márgenes de la retórica, de la delirante superestructura de un país dependiente y satélite.

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