No ignoro que la Historia viene aquejada de cierta
devaluación desde hace un tiempo. Que algo como la filosofía de la Historia
suelta un aroma indiscutible de antigualla. Advierto que las dos veces que he
mencionado el nombre, lo he escrito con mayúscula.
Para mí, autodidacta réprobo, la Historia es algo. Estoy
suspendido en las órbitas más exteriores de una Historia que es tan majestuosa –aunque
trágica, es cierto-como una constelación de galaxias. Con ella suelen andar a
regañadientes aquellos que encuentran insoportable que obedezca a una especie
de plan o ADN histórico o que posea una especie de vida y de voluntad propia.
La Historia es aborrecida porque sucede envuelta en una gran dosis de barbarie.
¿Qué plan puede haber implícito ahí? La barbarie más repugnante es, sin
embargo, la de uno de sus frutos, el capitalismo.
El capitalismo como “demon” de la Historia no se comprende
sino en clave histórica. Especialmente en su fase actual, este período de
neo-liberalismo y financiarización global que es la normalización del fascismo, el
período que arrancó con la llamada Primera Guerra Mundial y la revolución rusa.
El neo-liberalismo es un fascismo con rostro amable que encierra un abrumador
nivel de caos y barbarie. La Historia parece concluir en eso. Es lo que
desconcierta. Y produce odio a la Historia.
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