Es como si el autor del libro no pudiendo dormir y en el
suplicio del insomnio se hubiera contado este cuento estrafalario -pero justo y
verdadero- a sí mismo. Una soledad casi absoluta respira detrás de ese cuento.
Soledad que es justa; no estar solo es actualmente un crimen. Creo que después
de esta novela de horror (de horror, no de terror), Antonio Ungar (Bogotá,
1975) liberó memoria en su disco duro para un poco de fantasía e ilusión, y
comenzó a hacerse amigo de un sueño reparador. El dolor queda en este texto,
Tres ataúdes blancos, que por lo que quiere decir y la poética con que lo dice,
se resiste a comprimirse dentro de los límites del género novelesco. Entra con
menos resistencia en la categoría de sátira, noble clase poblada de nombres
entrañables como Jonathan Swift que mostró en Las aventuras de Gulliver las figuras grotescas de usos y prácticas que
para su tiempo resultaban imposibles de recomendar a la humanidad, y entre los
discípulos de Swift, el teutón Gunter Grass y los ingleses George Orwell y
Anthony Burgess (La naranja mecánica). En formas más moderadas, Jorge Luis
Borges y Julio Cortázar la practicaron. Una actitud satírica de amplio espectro
es la del peruano Alfredo Bryce Echenique. El colombiano autor de Cien años de
soledad es también satírico sin disimulo, y en Colombia hay cierta tradición de
este modo literario que tanto rasca cuando da en el blanco. De ningún modo la
sátira es algo raro en la modernidad de cualquier parte del mundo.
Lo que pasa es que el autor de Tres ataúdes blancos, primero
quiso sonar diferente, en sus notas satíricas, y segundo intentó algo muy
arriesgado: una sátira monográfica, un largo y profundo acorde satírico que
quede resonando después de haber cesado. Como quedan resonando en el espíritu
del lector los horrores de una distopía llamada Colombia, que en el libro de
Ungar asume el nombre artístico de República de Miranda. Desde que leí Tres
ataúdes blancos cada día que pasa se acorta más la distancia entre las dos
repúblicas. El candidato del Partido Amarillo enfrenta al villano de la novela,
el docto Del Pito, presidente tres veces relegido; y así como éste último cada
día se parece más a Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos, presidentes de Colombia
no de ficción literaria sino datos concretos de la realidad concreta, el
caudillo del Partido Amarillo aumenta cada día su clonado parecido con los
candidatos independientes que en cada elección se enfrentan a los mandatarios
de Colombia, y sin que ellos tengan esa intención, legitiman nuestra distopia narco-republicana,
su proceder democrático maquilla las cosas horrorosas de maquillaje
republicano. Este tipo de asuntos son los que satíricamente se sirven en el
libro y no le permiten parecerse a un libro con olor a guayaba o con erotismo a
la caribeña. El humor que construye este texto es tan negro que las buenas
conciencias pueden pensar que es un apagón, un corte de energía en medio de una
noche sin luna. El que haya sobrevivido a la comedia lúgubre de Kafka y Philip
Roth se sentirá en casa. Sin embargo, todo lo que ello implica. Si el humor es
negro, o quizás ácido y dirigido a las instituciones, es razonable esperar que
Antonio Ungar sea declarado traidor, o persona non grata. El humor cargado de
ácida irreverencia con las malas costumbres de las narco-instituciones y sus
actores consumados, no puede más que ser negro y fatalmente –aunque lo
disimulen muy bien-es repulsivo para los aludidos y para los que tienen rabo de
paja. Este libro es fuego vivo para esos rabos, no me sorprendería que a estas
horas algunos intelectuales orgánicos de cuello blanco sueñen con apagarlo de
un baldado de agua fría: se me antoja tibia la recepción de Tres ataúdes
blancos, calculando la histeria disimulada que en Colombia provocan los premios
literarios (y el de Ungar no es el Alfaguara, sino uno más serio, el Anagrama o
Jorge Herralde).
En la página 65 de Tres ataúdes blancos, la sátira dice:
(tomar nota de las expresiones aparentemente inocuas, calcos
del discurso estereotipado que los medios de comunicación fabrican sin
descanso, en distopias como Miranda, cuya sutil parodia es parte del
significante de la novela) “En el noticiero televisivo del horario estelar, en
el de más alta audiencia, me enteré por boca de un ministro del todopoderoso
minúsculo de la excelente noticia: la guerrilla está a punto de desaparecer.
Dijo el ministro, quien también era el dueño del noticiero, que estando ya
derrotada estratégicamente, la guerrilla estalinista debía desmontarse sola,
antes que el ejército la arrasase. Oh conmoción henchida de sano patriotismo.
Oh alegría singular, no exenta de orgullo primigenio. Muy bien escogidos le
quedaron siempre los ministros al diminuto”. (Estas palabras cobran un sentido
especial en el contexto del periodo algo reciente del gobierno Uribe en que
todas las semanas diversos personajes y voceros proclamaron el fin apocalíptico
de la guerrilla de seis décadas, tan típica de nuestro país).
Por lo menos tres poéticas comparten la novela. La poética
del derrotado (náufrago) individuo posmoderno, tan importante en la novela de
los últimos cien años, tan próxima a Franz Kafka. El héroe de Tres ataúdes
blancos la padece, además de padecer el horror político de la República de
Miranda. La poética del absurdo cómico: la clave de comedia caracteriza las
etapas de la intriga: la cúpula del Partido Amarillo en medio de la
desesperación concibe un delirante plan para suplantar al acribillado caudillo,
Pedro Akira, que gana las encuestas de opinión, por su doble, el paradójico y
casi autista José Cantoná, quien logra superarse a sí mismo y re-encarnar al
mediático y mesiánico líder. La poética del mal: algo se ha destruido
irreversiblemente, la sociedad posmoderna y poscapitalista es la consagración
en el poder de fuerzas autodestructivas y no hay posibilidad de salud, en un
lento crepúsculo José Cantoná encuentra la muerte, es ajusticiado, su compañera
huye a las fronteras más remotas y lleva un niño en su seno. Es el final
amargo.
La simplicidad retórica aparente de Tres ataúdes disimula un
laborioso proceso de construcción discursiva, un alarde en la codificación de
la parodia que persigue hacer conciencia de los discursos que desde la
industria cultural y los medios trabajan las almas con miras a formar un rebaño
universal que responde solo a los apremios de los medios masivos y actúa en
forma robotizada. Un mundo del cual el Espíritu se ha ausentado. Tres ataúdes
blancos es un libro tan importante como Bravo nuevo mundo, de Aldous Huxley y
1984, de George Orwell.
Tres ataúdes es un texto que no disimula su carácter textual.
Constantemente se alude a sí mismo como acto de habla, acto concreto, con un
individuo que se responsabiliza por el habla, y que implica al receptor y le
urge que se asuma como tal, menos como el destinatario pasivo de “literatura”,
de los artificios y artefactos consagrados y casi automatizados. Porque el
mundo aberrante que refleja no es ninguna ficción, el relato iría contra sí
mismo si se desdoblara como pura literatura, como objeto de degustación
refinada. Este carácter de habla lo convierte en un arma crítica, instrumento
de provocación y de denuncia, al mismo tiempo que explora las posibilidades de
comunicar en el contexto que envuelve a emisor y a receptores. La crítica y la
denuncia son también a los códigos literarios dogmáticos, y a la tradición que
quiere la literatura exclusivamente como un medio de seducción y fabulación
absoluta. La escritura de Tres ataúdes parodia distintas hablas y busca el
compromiso y la radicalidad del habla, una expresión depurada del manierismo
literario, la eufonía y los rituales estéticos. Se inscribe, al optar por tal camino,
en una tendencia que se está consolidando, la provocación de las expectativas
de la “buena literatura” y de la prosa de lycra que se adapta a cualquier
contenido para conferirle una belleza programada.
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