jueves, 15 de mayo de 2014

Tres ataúdes blancos, de Antonio Ungar La distopía a la vuelta de la esquina /por Ernesto Gómez-Mendoza



Es como si el autor del libro no pudiendo dormir y en el suplicio del insomnio se hubiera contado este cuento estrafalario -pero justo y verdadero- a sí mismo. Una soledad casi absoluta respira detrás de ese cuento. Soledad que es justa; no estar solo es actualmente un crimen. Creo que después de esta novela de horror (de horror, no de terror), Antonio Ungar (Bogotá, 1975) liberó memoria en su disco duro para un poco de fantasía e ilusión, y comenzó a hacerse amigo de un sueño reparador. El dolor queda en este texto, Tres ataúdes blancos, que por lo que quiere decir y la poética con que lo dice, se resiste a comprimirse dentro de los límites del género novelesco. Entra con menos resistencia en la categoría de sátira, noble clase poblada de nombres entrañables como Jonathan Swift que mostró en Las aventuras de Gulliver  las figuras grotescas de usos y prácticas que para su tiempo resultaban imposibles de recomendar a la humanidad, y entre los discípulos de Swift, el teutón Gunter Grass y los ingleses George Orwell y Anthony Burgess (La naranja mecánica). En formas más moderadas, Jorge Luis Borges y Julio Cortázar la practicaron. Una actitud satírica de amplio espectro es la del peruano Alfredo Bryce Echenique. El colombiano autor de Cien años de soledad es también satírico sin disimulo, y en Colombia hay cierta tradición de este modo literario que tanto rasca cuando da en el blanco. De ningún modo la sátira es algo raro en la modernidad de cualquier parte del mundo.
Lo que pasa es que el autor de Tres ataúdes blancos, primero quiso sonar diferente, en sus notas satíricas, y segundo intentó algo muy arriesgado: una sátira monográfica, un largo y profundo acorde satírico que quede resonando después de haber cesado. Como quedan resonando en el espíritu del lector los horrores de una distopía llamada Colombia, que en el libro de Ungar asume el nombre artístico de República de Miranda. Desde que leí Tres ataúdes blancos cada día que pasa se acorta más la distancia entre las dos repúblicas. El candidato del Partido Amarillo enfrenta al villano de la novela, el docto Del Pito, presidente tres veces relegido; y así como éste último cada día se parece más a Álvaro Uribe y Juan Manuel Santos, presidentes de Colombia no de ficción literaria sino datos concretos de la realidad concreta, el caudillo del Partido Amarillo aumenta cada día su clonado parecido con los candidatos independientes que en cada elección se enfrentan a los mandatarios de Colombia, y sin que ellos tengan esa intención,  legitiman nuestra distopia narco-republicana, su proceder democrático maquilla las cosas horrorosas de maquillaje republicano. Este tipo de asuntos son los que satíricamente se sirven en el libro y no le permiten parecerse a un libro con olor a guayaba o con erotismo a la caribeña. El humor que construye este texto es tan negro que las buenas conciencias pueden pensar que es un apagón, un corte de energía en medio de una noche sin luna. El que haya sobrevivido a la comedia lúgubre de Kafka y Philip Roth se sentirá en casa. Sin embargo, todo lo que ello implica. Si el humor es negro, o quizás ácido y dirigido a las instituciones, es razonable esperar que Antonio Ungar sea declarado traidor, o persona non grata. El humor cargado de ácida irreverencia con las malas costumbres de las narco-instituciones y sus actores consumados, no puede más que ser negro y fatalmente –aunque lo disimulen muy bien-es repulsivo para los aludidos y para los que tienen rabo de paja. Este libro es fuego vivo para esos rabos, no me sorprendería que a estas horas algunos intelectuales orgánicos de cuello blanco sueñen con apagarlo de un baldado de agua fría: se me antoja tibia la recepción de Tres ataúdes blancos, calculando la histeria disimulada que en Colombia provocan los premios literarios (y el de Ungar no es el Alfaguara, sino uno más serio, el Anagrama o Jorge Herralde).
En la página 65 de Tres ataúdes blancos, la sátira dice:
(tomar nota de las expresiones aparentemente inocuas, calcos del discurso estereotipado que los medios de comunicación fabrican sin descanso, en distopias como Miranda, cuya sutil parodia es parte del significante de la novela) “En el noticiero televisivo del horario estelar, en el de más alta audiencia, me enteré por boca de un ministro del todopoderoso minúsculo de la excelente noticia: la guerrilla está a punto de desaparecer. Dijo el ministro, quien también era el dueño del noticiero, que estando ya derrotada estratégicamente, la guerrilla estalinista debía desmontarse sola, antes que el ejército la arrasase. Oh conmoción henchida de sano patriotismo. Oh alegría singular, no exenta de orgullo primigenio. Muy bien escogidos le quedaron siempre los ministros al diminuto”. (Estas palabras cobran un sentido especial en el contexto del periodo algo reciente del gobierno Uribe en que todas las semanas diversos personajes y voceros proclamaron el fin apocalíptico de la guerrilla de seis décadas, tan típica de nuestro país).
Por lo menos tres poéticas comparten la novela. La poética del derrotado (náufrago) individuo posmoderno, tan importante en la novela de los últimos cien años, tan próxima a Franz Kafka. El héroe de Tres ataúdes blancos la padece, además de padecer el horror político de la República de Miranda. La poética del absurdo cómico: la clave de comedia caracteriza las etapas de la intriga: la cúpula del Partido Amarillo en medio de la desesperación concibe un delirante plan para suplantar al acribillado caudillo, Pedro Akira, que gana las encuestas de opinión, por su doble, el paradójico y casi autista José Cantoná, quien logra superarse a sí mismo y re-encarnar al mediático y mesiánico líder. La poética del mal: algo se ha destruido irreversiblemente, la sociedad posmoderna y poscapitalista es la consagración en el poder de fuerzas autodestructivas y no hay posibilidad de salud, en un lento crepúsculo José Cantoná encuentra la muerte, es ajusticiado, su compañera huye a las fronteras más remotas y lleva un niño en su seno. Es el final amargo.
La simplicidad retórica aparente de Tres ataúdes disimula un laborioso proceso de construcción discursiva, un alarde en la codificación de la parodia que persigue hacer conciencia de los discursos que desde la industria cultural y los medios trabajan las almas con miras a formar un rebaño universal que responde solo a los apremios de los medios masivos y actúa en forma robotizada. Un mundo del cual el Espíritu se ha ausentado. Tres ataúdes blancos es un libro tan importante como Bravo nuevo mundo, de Aldous Huxley y 1984, de George Orwell.
Tres ataúdes es un texto que no disimula su carácter textual. Constantemente se alude a sí mismo como acto de habla, acto concreto, con un individuo que se responsabiliza por el habla, y que implica al receptor y le urge que se asuma como tal, menos como el destinatario pasivo de “literatura”, de los artificios y artefactos consagrados y casi automatizados. Porque el mundo aberrante que refleja no es ninguna ficción, el relato iría contra sí mismo si se desdoblara como pura literatura, como objeto de degustación refinada. Este carácter de habla lo convierte en un arma crítica, instrumento de provocación y de denuncia, al mismo tiempo que explora las posibilidades de comunicar en el contexto que envuelve a emisor y a receptores. La crítica y la denuncia son también a los códigos literarios dogmáticos, y a la tradición que quiere la literatura exclusivamente como un medio de seducción y fabulación absoluta. La escritura de Tres ataúdes parodia distintas hablas y busca el compromiso y la radicalidad del habla, una expresión depurada del manierismo literario, la eufonía y los rituales estéticos. Se inscribe, al optar por tal camino, en una tendencia que se está consolidando, la provocación de las expectativas de la “buena literatura” y de la prosa de lycra que se adapta a cualquier contenido para conferirle una belleza programada.

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