sábado, 24 de febrero de 2018

Regreso a puerto



En la lectura se ha  abandonado, con estas notas inseguras busca retomar la ruta, algo de firmeza, tierra firme. El lector se ha abandonado demasiado, hace anotaciones en procura de las certidumbres de partida. El navegante guarda las marcas de los lugares que ha tocado en la ruta. Ya no es el mismo, poseído de su trayectoria ha sido iniciado en ritos, fetiches y cultos. El eclecticismo de sus pensamientos es otro mar, con sus bajos y tormentas. ¿Puede volver a donde comenzó todo?


¿Hay una personalidad detrás de El ruido de las cosas al caer? Si leemos Este domingo (José Donoso) confrontamos una personalidad que acota unas inclinaciones, unos temas favoritos, unas manías, un estilo de plantear los problemas, unos rituales típicos, y el lector puede responder a esa personalidad desde su tradición de lector, puede situarse en contrapunto, o en segunda voz desde su “personalidad”, la suya, (debe tenerla, ya que es capaz de deliberadamente abrir un libro para cumplir un ritual milenario). Ya desde la manía de la Historia, en El ruido de las cosas al caer lo que predicamos de Donoso no opera, porque en Juan Manuel Vásquez no hay ningún punto de vista concreto respecto de la sustancia histórica, como, por ejemplo, se puede encontrar en el nombre de la Rosa, Umberto Eco tiene una visión histórica, precisamente, en tanto que su figura está bien lejos de lo anecdótico. La personalidad que nos queda debiendo Vásquez y que reconocemos en Donoso y en Eco, es lo que llamaremos “autoría”, la condición de “autor”.
De entrada, elegir el ejercicio anecdótico demuestra en el individuo la resistencia a asumirse como autor. Desde el punto de vista del lector que ha perdido la virginidad hace rato, la ausencia del AUTOR es frustrante. Para una literatura emergente la falta de decisión y claridad frente a la autoría es un signo de debilidad. Pese a la glosa en que el Barthes de cierto período anima a tomarse confianzas con la figura del autor, todo el ejercicio de los libros, desde su producción hasta su recepción tiene sentido a partir de la noción de autoría.
Entre los factores subjetivos detrás de una literatura o un movimiento literario definidos está la decisión de los escritores de investirse como autores. De construir la propia personalidad como escritores, de que su firma convoque una imagen particular. Es un poco irritante como algunos en Colombia se las arreglan para sobrevivir en una práctica de escritura sin contornos precisos, una escritura sin personalidad. Para estas figuras constituirse autores –que en otras cosas entraña la responsabilidad por lo que dicen-es dejar la zona de confort.
Es curioso, algo freudiano actúa en quien vive evadiendo su destino, en este caso el destino de autor. Hay que poner un poco de atención, esa crisis de lectores que no termina de resolverse puede deberse al síntoma de la cobardía frente a la autoría, los lectores leen autores, no al hijo del vecino. Al hijo del vecino que le suena la flauta y que se perpetua en una adolescencia literaria que nunca puede reemplazar a la madurez, y a todo lo implicado en ser AUTOR. Autor entre autores. Finalmente el escritor se asume como parte de un gremio y practicante de un oficio. Un oficio, un arte. Es tan importante en el discurso novelesco. Rasgo del autor de novelas es llegar tras un etapa de “ensayo y error” al convencimiento de que el oficio y la poética del oficio son un valor. Al desentrañar el oficio se hace autor, se entrega a la “voluntad de novela”, y gana el título de autor de novelas.
La personalidad es el saber de sí. La mujer o el hombre con personalidad sabe de sí; no prestara oídos en serio a todo lo que digan sobre él. La personalidad es lo que se construye a partir de esa decisión de no permitir que las teorías que los demás elaboran sobre uno determinen nuestra verdad. Buena parte de las prácticas y discursos de un individuo son catalogados como “manías”, mañas y excentricidades por los otros, los otros que Sartre dijo que eran el infierno. “El infierno son los otros”, dijo literalmente. Son esas manías y actitudes soberanas las que para los lectores son la mitología del autor. La actitud soberana de Miguel Cervantes cuando arranca su novela con el menos corriente de los comportamientos en un novelista, y deliberadamente silencia el nombre del lugar en que acontece la historia. Piénsese en cuan aberrante encontraron esta falta los primeros lectores que llegaron a su libro. Cervantes quiere decir, soy el inventor de esta ficción y tanto soy su dueño que lo voy a dejar claro desde el principio. La curiosidad de ustedes por el detalle del lugar no la voy a satisfacer, para que no olviden que todo depende de mí. Eso de no querer acordarse del lugar de la Mancha no pareció  cortesía en 1600, hoy lo consideramos personalidad. Cuán depurada de mañas y desplantes está la narración de El ruido de las cosas al caer. Y de todos modos, su autor lo controla todo. Pero es como controlar a una libélula atada a un hilo, un proceso sin personalidad, un ejercicio anecdótico vertical y fatal que el lector debe cursar como un robot. El anecdotismo es un substituto para la personalidad, para la marca idiosincrática del autor. De paso, la anécdota no tiene nada que ver con la Historia. Pero Juan Manuel Vásquez se anuncia como un detective de la Historia. ¿O un filósofo de la Historia? También se necesita personalidad para la filosofía de la Historia. En otras palabras, como dijo el músico cubano: échale salsita.





1 comentario:

Rodolfo Lara Mendoza dijo...

Si tiene personalidad, JMV no prestará oídos a esta nota. Pero partimos de que no la tiene, así que le prestará oídos y tratará de hacerse a una personalidad. Lo cual, por no fluir naturalmente, lo despersonalizará aún más. Lo has puesto en una paradoja, Ernesto. Jajaja.