domingo, 4 de febrero de 2018

LA VIUDA DE LOS CLAVELES ROJOS por Fernando Hernández Vidal

Nadie supo por qué se suicidó Kadar Hussein con un tiro en la boca. Dicen que fue por una mujer. Y que esa mujer era casada.
Llegaron a su almacén otros árabes, consternados por el suceso. Karín Barcachi se llevaba las manos a la cabeza y exclamaba:
-¡Qué horror!
Los otros hablaban en árabe con rapidez, sin pausas, con atropellos, como si estuvieran en un gallinero incendiado. Era como si hubiera caído una granada de guerra en el almacén de Hussein, al que todos estimaban porque era un hombre bueno.
-¡Qué lenguereteo!-exclamó Nacho Arzayús, el barbero, que era uno de los curiosos que habían acudido a la esquina de la calle de los músicos con la calle central, donde quedaba el almacén Fenicia, que Hussein había levantado en un año de trabajo.
Todos se hacían preguntas y resaltaban las bondades del muerto, que era muy risueño en vida con sus bellos dientes blancos. Y les era un misterio aquella mujer por las que se decía se había pegado un tiro en la boca.
Pero el lío gordo fue cuando llegaron con el muerto al cementerio católico, enseguida de la zona de tolerancia. Se apareció, a las carreras, el padre Mariano Chinchilla, agitado y pálido para anunciar que a ese muerto no lo podían enterrar allí.
-Ustedes no son católicos-dijo el padre-Dios no acepta suicidas en el cielo.
-Tenemos dinero, padre, para pagar la tumba-dijo Dib el Hadaui.
Enorme disputa. Tres buitres, apostados en el arco de la entrada del cementerio, estaban como asombrados. Alguien, en la montonera, pisó a un perro viejo que empezó a aullar como un lobo; otros perros ladraron bajo un sol de 28 grados. Y llegaron las prostitutas de la zona de tolerancia, en chancletas, con los pelos alborotados, somnolientas. Se oía un disco mejicano: La cama de piedra.
Los árabes estaban furiosos. Uno de ellos, Majid Falú, dijo que todos los muertos son iguales, con dios o sin él, y que todos se volvían polvo. Esto agrió, aún más, el mal genio del padre Mariano Chinchilla.
-Entiérrenlo en el cementerio de los suicidas-dijo el padre Mariano y señaló un lote enseguida del cementerio católico, lleno de rastrojos y cadillo y en el que, en una de sus tumbas, había un nido de serpientes. Era un cementerio sin cruces. En cincuenta años de fundado habían enterrado, allí, como a cincuenta suicidas, uno por año en promedio. Allí yacía Memito Orozco, que se mató en el café Colombia por una mujer que se fue con el capitán Mediavida, un guerrillero liberal. También estaba allí, con sus huesos rotos, Higinio el flaco, un relojero que se mató de soledad aunque algunos malpensados dijeron que fue por un muchacho que lustraba zapatos en ese café.
Aquella discusión iba a acabar en puños cuando llegó la policía. Al fin, uno de los árabes dijo que daba lo mismo enterrarlo aquí o allá y se dirigieron hacia la tierra de los suicidas. Alguien, un borracho, Isidro el papero, gritó:
-¡Viva el partido liberal!
El padre Mariano no se despegó del muerto y la policía hizo un cordón de seguridad. Uno de los árabes, Camilo Perchi, dijo:
-Alá es grande. Alá quiere a los muertos así se hayan pegado un tiro en la boca.
Una serpiente salió de una de las tumbas. La gente retrocedió.
-No es venenosa-dijo uno de los policías.
-Está embarazada-dijo un niño al ver el grosor de su cuerpo.
Los paleros abrieron un hueco y allí fue dejado Kadar Hussein, que era soltero y que decían había combatido con los árabes en el canal de Suez.

Todo volvió a la normalidad en San Miguel Arcángel. Pero alguien observó a una mujer de negro que bajaba los martes al cementerio de los suicidas y depositaba claveles rojos en la tumba de Kadar. Luego, subía a la plaza de los gansos limpiándose las lágrimas, seguida por un perrito de pintas negras y blancas.
Se regó entonces el cuento de que Lucía Temprano, la mujer de Tobías Escobar, el presidente del directorio conservador, era la amante de Kadar Hussein. Pero ella acababa de enviudar. Ayer, 28 de septiembre, día de San Wecenslao, Tobías fue muerto a tiros por dos hombres enruanados y de sombreros negros, que se montaron en sus caballos y se fueron por los potreros de la Casilda, la hacienda de los Guzmán, hacia la cordillera central.
Ese cuento, el de la viuda, se quedó así. Se encerró en su casa azul con blanco, frente a la gallera del curvo Calle, y solo salía los martes por la tarde con sus claveles rojos para entrar al cementerio de los suicidas. Veinte años estuvo en ese trajín hasta que murió en su cuarto lleno de santos, con un viejo rosario entre las manos. Arriba, en la cabecera de la cama, vieron la fotografía de Kadar Hussein, enmarcada en vidrio, sonriendo, con bigote y una boina negra que le hacían parecer al actor egipcio Omar Sharif, durante la guerra del canal de Suez. Siempre hablaba de que lo habían herido en el golfo de Akada y de que el presidente egipcio, Gamal Abdel Nasser, le había felicitado y apretado las manos. Y cuando lo decía, los otros árabes se quedaban en silencio, como recordando aquellos incendios que estallaban en sus países de ámbar y de yesca, y que olían a pólvora y a sangre mezcladas con las arenas de sus desiertos.

Cuando el arte de contar se encontró con la civilización árabe se volvió más transparente. Esa transparencia resume el arte de este cuento “árabe” de Fernando Hernández Vidal, contado con ese oficio que es el saldo de haber contado una y otra vez las mismas historias porque para la gente son como una adicción. De su propia cosecha, Fernando filtra un humor negro como el café arábigo. Y metiéndose en el rol de bufón con la seriedad que ello implica, se burla del mismo acto de contar, del atavismo de narrar, del ritual que es toda fábula. Para la muestra un botón, este símil que inserta un elemento desquiciante en el ritual narrativo: “…hablaban en árabe con rapidez, sin pausas, con atropellos, como si estuvieran en un gallinero incendiado.” San Miguel Arcángel, el pueblo en donde sucede todo, es como Macondo, un pueblo fundado en las tierras de la memoria. En El último vagón, Premio Jorge Gaitán Durán de cuento, todas las historias suceden en este pueblo. Fernando Hernández nació en 1950 en Florida, un pueblo semejante, pero que se puede encontrar en el mapa del Valle del Cauca.. Ha trabajado en muchos periódicos, en radio, es una leyenda en Cali por sus crónicas premiadas en numerosas ocasiones. 

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