El rol del intelectual no debe ser como el vestido que uno
se pone para las entrevistas o cualquier otra ocasión especial. Pero de todos
modos no depende de tu voluntad que seas un intelectual. Otra cosa es a
servició de qué.
La elaboración de meta-relatos es una de las funciones
intelectuales en una sociedad. Un meta-relato, un relato más allá de acá. Un
relato-guía. La historia de que el varón es más fuerte y competente que la
mujer se la inventaron los intelectuales, incluso metió mano allí el pobre Pïtágoras,
es un típico meta-relato, al servicio de un sistema o dispositivo de
dominación.
Detrás de los cuentos neoliberales, del relato del
terrorismo, de las amenazas a la democracia, la sociedad abierta más o menos,
la globalización, la inversión extranjera, la “oposición”, la incompetencia de
los homosexuales para criar niños y otras “consejas” hay agentes y gestores que
no son otra cosa que intelectuales. Que no sean de
izquierda no quiere decir que no sean intelectuales.
El PERUANO es un gestor de meta-relatos de sustancia
derechista. Es un intelectual de derecha y por su gestión propagandística a
favor de los artículos de fe derechistas es incentivado con largueza. Recicla
historias tales como el relato de que el mejor estado es el que se limita a
emitir moneda y a atrapar a los delincuentes. La narrativa de que América
Latina está hundida en el atraso porque no reproduce fielmente el modelo de
sociedad abierta occidental, cosa esta última que debemos poner entre comillas,
porque es, precisamente, un modelo. Para el peruano nuestras democracias con
plumas y taparrabo son tan tóxicas que se mandó a mudar a España. Por cierto
para pagar sus honrosos servicios al modelo, el rey de España le cedió una
especie de título de marqués.
Los más trágicos son aquellos que –aunque serlo casi no
depende de uno- se sienten incómodos con la figura del intelectual y proyectan
un bajo perfil en la materia, pero visten un alto perfil como escritores rasos,
fabuladores, creadores. Especies de honestos artesanos que fabrican un
artilugio. Las suyas serían las historias honestas, de la gente común, la gente
que pasea al atardecer, que saca al perro, que se enamora, que canta en la
ducha. Lo de Héctor Abad Faciolince es trágico en parte por eso. Porque es
alguien que ha querido pasar como el tío bonachón que apenas inventa historias
sencillas. Para emplear una frase del corte de las que llevan las
contraportadas, hace en sus libros “homenajes a la vida” y cosas así.
Es trágico que un fabulador, un modesto contador de
historias, se vea obligado a vestir la figura del intelectual. ¿De derechas?
¿De izquierdas? Y, así vestido, pronunciarse, en lugar de estar dando
entrevistas sobre su oficio de contar historias de hermanos y panaderías. Ha
sido un pronunciamiento explosivo. O abrupto, en alguien de perfil tan
discreto. Se ha pronunciado sobre presuntos asuntos internos de un partido de
izquierda hace veinte años, presuntamente manipulaciones de actores en pugna en
el seno de esa organización. Lo que dice, obligado por altas consideraciones cívicas, es que uno de los
candidatos a la presidencia es un tramposo, porque “me lo dijo mi amigo Carlos
Gaviria”. Esto es trágico porque las consideraciones cívicas, patrióticas, se
diría, lo han hecho salir de su torre de marfil o de los eventos plácidos en
que es uno de los participantes en conversatorios sobre temas más amenos, menos
bárbaros. La vida se ha vuelto tan jodida que ya un hombre bueno no se puede
quedar en sus remansos de beatitud literaria. Es trágico porque un hombre
muerto, un gran muerto, ha sido desgarrado del Hades para que avale lo que dice
Héctor Abad. Hasta el Hades han ido a importunarlo las pequeñeces de la vida
colombiana. Por supuesto los reporteros no pueden obtener sus declaraciones en
pro o en contra, o confirmando que hace más de veinte años le confió al maestro
Héctor Abad, intelectual a su pesar, la conseja mezquina.
La lección más o menos inmediata es que uno se resiste a
caer bajo la categoría de intelectual y tarde o temprano le toca ejercer de
intelectual, en este caso para no ser indiferente al riesgo de que su país se
despeñe por una cuesta castrochavista. ¿Se imaginan si el ejercicio así
intelectual de Héctor Abad resulta beneficioso para la sociedad, qué afortunado
sería que se vuelva un hábito, que se pronuncie todos los días sobre la
cleptocracia, por ejemplo. Sobre la precariedad de la crítica literaria en el
país. Sobre el pensamiento único. Sobre las noticias falsas. Sobre la precariedad de la lectura en un país que tiene doscientos escritores. Sobre los asesinatos
selectivos a diario. El puente Chirajara. Y de una vez por todas, escriba un
libro sobre el castrochavismo, como contribución a la vigencia entre nosotros
de una sociedad abierta
Refresquemos quién fue Carlos Gaviria, antioqueño como
Héctor Abad. Un progresista cuando ese adjetivo no significaba –como significa
hoy-una etapa embrionaria del nefasto castrochavista que acecha por todas
partes a este decente país. Era un progresista, y tanto, que promovió en la
Corte Constitucional, como miembro de esa institución, una sentencia
despenalizando la posesión de una dosis personal de marihuana. Progresista e
intelectual también puesto que esa decisión entrañó revisar un meta-relato al
servicio de la hipocresía y el autoritarismo: el uso recreativo de marihuana es
un delito, daña a la sociedad. No, dijo
la sentencia, es un ejercicio de la libertad en una sociedad moderna, en otras
palabras es el derecho al libre desarrollo de la personalidad. Era un gestor de
los derechos en un país oscurantista que se acuerda de los derechos solo cuando
los recortan o desconocen a un empresario o privilegiado. Un promotor de los
derechos modernos en un país feudal como otro Héctor Abad, el padre del
escritor, que pagó con su vida hacerlo.
Héctor Abad hijo es trágico, porque terminó en el anti-castrochavismo
por no oponer resistencia a los meta-relatos. En las contraportadas de sus
libros, los editores han consignado esos relatos maestros que quieren encuadrar
la forma en que pensamos el mundo. Ha comprado estas ficciones o mitos. Como si
no supiera lo que todo productor de mitos sabe. Que esas creaciones no tienen
efectos “civiles”. Lo que la contraportada proclama sobre Héctor Abad es una
fórmula para vender libros, no es un juicio sobre su trabajo creíble, aunque
envuelva su figura en hipérboles. No se crea que es un gran escritor porque lo
dice ese pedazo de cartón. Héctor Abad no es una figura de ningún canon
literario creíble. Lo trágico es que el piensa que sí.
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