domingo, 21 de octubre de 2018

Como inclinarse hacia la ironía. Declive, de Antonio García Ángel


Jorge, sin apellido, es el héroe más desamparado que me ha puesto nunca delante la novela (o novela corta en este caso). En comparación, el vacilante e ineficaz protagonista de Tokyo blues, Watanabe, es temerario y recursivo.
Si hay una condición humana es la que atrapa Antonio García Ängel en un relato extraño, de simplicidad difícil, facilidad engañosa, de una renuncia monacal. La renuncia del autor a servir a los buscadores de la verdad de domingo un mensaje eufónico y enfático. La renuncia a cumplir mansamente con la denuncia ritual bien escrita, al estilo más estereotipado de la nueva novela latinoamericana. La denuncia aquí es más kafkiana, denuncia de la toxicidad encerrada en lo obvio.
En Declive se sueltan los sabuesos de la parodia en varios niveles. Se parodia la técnica de la crónica latinoamericana. Sus recursos se aplican sobre una figura exenta de rasgos “cronicables”. Jorge no es un transgénero o el latinomericano más tatuado, ninguna de sus características da para producir adrenalina tipo revista Vice. Ese hecho es lo que genera la extrañeza, las técnicas de la crónica se despliegan sobre un latinoamericano cuya bitácora contiene los heroísmos implícitos en trabajar en un call center y en sobrevivir y vegetar como nos quiere el sistema (hay uno, aunque precisamente es tan obvio que no lo vemos, y esta novela lo sugiere con sutileza e ironía).  
El gran acierto de Antonio García Ángel es haber escrito Declive “como sí”. Como sí un editor de Soho o de Etiqueta negra le hubiera encargado una crónica sobre un operador de call center en turno nocturno. En el arranque firme Declive despluma los datos y observaciones que allegan el espesor de toda crónica, datos curiosos, detalles de color, usando a fondo esa enunciación ladina de la crónica, el pretendido desinterés estético. Digamos que con ese proceder encierra al lector dentro de sus condiciones, para largarle luego su fábula de un mundo tóxico, de una red de prácticas que envenenan lentamente al existente. En ese punto es que parodia la fábula cinematográfica de la “creatura” y la fábula inmortal del judío de Praga.


jueves, 20 de septiembre de 2018

Bildungsroman del "viaje"y la traba

Hay textos literarios que son herejía en cuanto que se distancian sin remilgos de los buenos ejemplos. Son irreverentes, especialmente con los gustos mayoritarios que prescriben textos regidos por cierta métrica, tributarios de los hábitos expresivos más arraigados y probados. Muchas páginas del Ulises de James Joyce han cobrado un prestigio que originalmente no tenían gracias al reiterado decreto de múltiples críticos sobre su genialidad y carisma. Muchos lectores iniciales de ese libro mítico pensaron en exceso, desaliño y otros defectos hace cien años. Cuarenta años después de la aparición de Que viva la música en la literatura colombiana todavía duda el lector virgen si exceso y desaliño no le convienen al texto.
La mano con la cual Que viva la música juega en el póker de la literatura tiene, sin embargo, una poderosa carta. Esa carta es la heroína del libro, quien ha resultado un retrato tan convincente, hilarante, dominante y abrumador que marca un lugar propio en la historia de los lectores. Es una mujercita que no se puede olvidar. Creo que su estatus de inolvidable se debe a la solidez de su crítica al haz de narrativas filisteas de la élite. Como vocera de los jóvenes colombianos María del Carmen Huerta saca los trapos al sol, denuncia el atavismo mercantilista de la clase media, la garra depredadora de la clase alta, los sepulcros blanqueados, la pureza de las doncellas matrimoniables, el racismo, el materialismo y el oscurantismo maquillado de una sociedad deforme y atrofiada. Como los visionarios de las tribus del bosque lluvioso, María del Carmen recurre a un botiquín de cannabis, sedantes hipnóticos, sustancias psicodélicas y hongos alucinógenos. Su bildungsroman como experimentadora de las drogas es el tema de la novela. El sentido del humor impiadoso y corrosivo del que experimenta con su neurología, corroe el texto y espanta fácilmente lo que queda de filisteo y kitsch en todos nosotros.
El otro sentido textual de la novela de Andrés Caicedo es su condición de texto seminal y profético. Ese significado es dramático. En los últimos veinte o treinta años Que viva la música ha sido motivador de gestos frescos en la novela colombiana. Su descubrimiento del bufón sublime y del joven transgresor ha tenido repercusiones y la novela colombiana se ha liberado frente a estos personajes y sus motivos conexos. Es una buena noticia porque era notorio y extraño el bloqueo frente a ellos, el cual motivaba una novela que en una nota sobre Que viva la música, el escritor y traductor Nicolás Suescún califico de “novela pomposa”. Creo que textos como Rosario Tijeras (Jorge Franco, 1999), La sexualidad de la pantera rosa (Efraim Medina Reyes, 2004) y Sálvame Joe Louis (Andrés FelipeSolano, 2007) llegaron a ser gracias a la trocha abierta por Que viva la música. Seguramente, además de ellos, María del Carmen tiene otros primos en la ficción colombiana.  

jueves, 29 de marzo de 2018

Lavar la literatura / Los estratos – Juan Cárdenas


Antes de leer este libro leímos Débora Kruel, un divertimento elaboradísimo escrito cuando el autor de este libro estaba en el kindergarten. Si Ramón Illán Bacca, el autor de Débora Kruel, es posmodernista, que se ha alegado, el de “este” libro, Los estratos, es pos-posmodernista o algo así; de todos modos pasamos de las bromas a algo parecido a un guión cinematográfico de Antonioni mezclado con una pesadilla de Joseph Conrad.
Pero Los estratos es una noveleta alargada a la fuerza que de todos modos funciona. Funciona especialmente como comentario posmoderno de la pesadilla que es para todos los colombianos su país. Una de sus virtudes es que el comentario se entrega evitando los lugares comunes y cavando por debajo de lo obvio, distanciándose de la gestualidad gastada para maldecir tu país, tu ciudad, tu familia.
Se parece a Los Ejércitos, el célebre relato gótico de Evelio Rosero. El mismo semi-vegetar del personaje, metáfora de la vida del colombiano reducido a sobrevivir o a terminar el día como único proyecto de vida. Juan Cárdenas, el autor es el tipo de escritor que rumia lo que escribe y escribe como rumiante, y hacerlo es su método de lavar los datos como los mineros lavan la tierra del río. El escritor lava hasta que encuentra el oro de la existencia reptante, del marchar sin moverse del punto de partida que es la existencia en esto que se llama Colombia y que nos tocó en (mala) suerte. Lavar la literatura, ¿no será la estrategia posmodernista?
Los estratos puede ser para el período que ahora atravesamos –sin movernos del mismo lugar-lo que Los ejércitos fue a principios de siglo, en el momento cenital del Plan Colombia. Una novela es muchas cosas. Las varias lecturas que dicen. También es un documento del estado del alma de las élites propietarias del país. El héroe de Los estratos no es como el profesor de Los ejércitos, dueño de un patio con dos gallinas y un fogón para hacer café. Es un señorito, ha estado en una clínica de reposo, hay piscina en el condominio, su esposa contrata empleadas domésticas, asiste a reuniones de la junta directiva de su fábrica, a admirar instalaciones en la galería de arte. No sabe bailar salsa. Y está completamente vacío por dentro con excepción de una obsesión nostálgica por encontrar a la Nana negra, la mano negra de la que se prendía cuando era un mocoso de la élite. La garra de Juan Cárdenas para describir dicho vacío espiritual es cierta y firme. Lo hace tan bien, que Los estratos le pesa a uno en las manos como un conjuro de magia negra, y tiene resonancias de informe psiquiátrico y azota con un relente helado el ánimo del lector, con su prosa de secretario de juzgado municipal, su habla de sobremesa tras una bandeja paisa, de sobremesa de pase de cocaína.
Tampoco la prosa de Que viva la música persigue diferenciarse de la prosa que usamos en nuestro arrastre existencial por los días colombianos de buses y whatsapp, gastritis y gaseosa. La heroína de Andrés Caicedo también es de la élite blanca, del sur de Colombia. Caicedo también exploró las condiciones psiquiátricas de las élites, a través de esa niña que sin saberlo quiere destruir esa inercia de su gente, de la casta maldita cuyo único horizonte es la necrofilia. Sí, Que viva la música es un hipotexto de Los estratos y recicla motivos que la ficción del suroccidente, de Cali y cercanías nos ha enseñado a leer.

sábado, 24 de febrero de 2018

Regreso a puerto



En la lectura se ha  abandonado, con estas notas inseguras busca retomar la ruta, algo de firmeza, tierra firme. El lector se ha abandonado demasiado, hace anotaciones en procura de las certidumbres de partida. El navegante guarda las marcas de los lugares que ha tocado en la ruta. Ya no es el mismo, poseído de su trayectoria ha sido iniciado en ritos, fetiches y cultos. El eclecticismo de sus pensamientos es otro mar, con sus bajos y tormentas. ¿Puede volver a donde comenzó todo?


¿Hay una personalidad detrás de El ruido de las cosas al caer? Si leemos Este domingo (José Donoso) confrontamos una personalidad que acota unas inclinaciones, unos temas favoritos, unas manías, un estilo de plantear los problemas, unos rituales típicos, y el lector puede responder a esa personalidad desde su tradición de lector, puede situarse en contrapunto, o en segunda voz desde su “personalidad”, la suya, (debe tenerla, ya que es capaz de deliberadamente abrir un libro para cumplir un ritual milenario). Ya desde la manía de la Historia, en El ruido de las cosas al caer lo que predicamos de Donoso no opera, porque en Juan Manuel Vásquez no hay ningún punto de vista concreto respecto de la sustancia histórica, como, por ejemplo, se puede encontrar en el nombre de la Rosa, Umberto Eco tiene una visión histórica, precisamente, en tanto que su figura está bien lejos de lo anecdótico. La personalidad que nos queda debiendo Vásquez y que reconocemos en Donoso y en Eco, es lo que llamaremos “autoría”, la condición de “autor”.
De entrada, elegir el ejercicio anecdótico demuestra en el individuo la resistencia a asumirse como autor. Desde el punto de vista del lector que ha perdido la virginidad hace rato, la ausencia del AUTOR es frustrante. Para una literatura emergente la falta de decisión y claridad frente a la autoría es un signo de debilidad. Pese a la glosa en que el Barthes de cierto período anima a tomarse confianzas con la figura del autor, todo el ejercicio de los libros, desde su producción hasta su recepción tiene sentido a partir de la noción de autoría.
Entre los factores subjetivos detrás de una literatura o un movimiento literario definidos está la decisión de los escritores de investirse como autores. De construir la propia personalidad como escritores, de que su firma convoque una imagen particular. Es un poco irritante como algunos en Colombia se las arreglan para sobrevivir en una práctica de escritura sin contornos precisos, una escritura sin personalidad. Para estas figuras constituirse autores –que en otras cosas entraña la responsabilidad por lo que dicen-es dejar la zona de confort.
Es curioso, algo freudiano actúa en quien vive evadiendo su destino, en este caso el destino de autor. Hay que poner un poco de atención, esa crisis de lectores que no termina de resolverse puede deberse al síntoma de la cobardía frente a la autoría, los lectores leen autores, no al hijo del vecino. Al hijo del vecino que le suena la flauta y que se perpetua en una adolescencia literaria que nunca puede reemplazar a la madurez, y a todo lo implicado en ser AUTOR. Autor entre autores. Finalmente el escritor se asume como parte de un gremio y practicante de un oficio. Un oficio, un arte. Es tan importante en el discurso novelesco. Rasgo del autor de novelas es llegar tras un etapa de “ensayo y error” al convencimiento de que el oficio y la poética del oficio son un valor. Al desentrañar el oficio se hace autor, se entrega a la “voluntad de novela”, y gana el título de autor de novelas.
La personalidad es el saber de sí. La mujer o el hombre con personalidad sabe de sí; no prestara oídos en serio a todo lo que digan sobre él. La personalidad es lo que se construye a partir de esa decisión de no permitir que las teorías que los demás elaboran sobre uno determinen nuestra verdad. Buena parte de las prácticas y discursos de un individuo son catalogados como “manías”, mañas y excentricidades por los otros, los otros que Sartre dijo que eran el infierno. “El infierno son los otros”, dijo literalmente. Son esas manías y actitudes soberanas las que para los lectores son la mitología del autor. La actitud soberana de Miguel Cervantes cuando arranca su novela con el menos corriente de los comportamientos en un novelista, y deliberadamente silencia el nombre del lugar en que acontece la historia. Piénsese en cuan aberrante encontraron esta falta los primeros lectores que llegaron a su libro. Cervantes quiere decir, soy el inventor de esta ficción y tanto soy su dueño que lo voy a dejar claro desde el principio. La curiosidad de ustedes por el detalle del lugar no la voy a satisfacer, para que no olviden que todo depende de mí. Eso de no querer acordarse del lugar de la Mancha no pareció  cortesía en 1600, hoy lo consideramos personalidad. Cuán depurada de mañas y desplantes está la narración de El ruido de las cosas al caer. Y de todos modos, su autor lo controla todo. Pero es como controlar a una libélula atada a un hilo, un proceso sin personalidad, un ejercicio anecdótico vertical y fatal que el lector debe cursar como un robot. El anecdotismo es un substituto para la personalidad, para la marca idiosincrática del autor. De paso, la anécdota no tiene nada que ver con la Historia. Pero Juan Manuel Vásquez se anuncia como un detective de la Historia. ¿O un filósofo de la Historia? También se necesita personalidad para la filosofía de la Historia. En otras palabras, como dijo el músico cubano: échale salsita.





miércoles, 14 de febrero de 2018

La trágica figura de Héctor Abad Faciolince


El rol del intelectual no debe ser como el vestido que uno se pone para las entrevistas o cualquier otra ocasión especial. Pero de todos modos no depende de tu voluntad que seas un intelectual. Otra cosa es a servició de qué.
La elaboración de meta-relatos es una de las funciones intelectuales en una sociedad. Un meta-relato, un relato más allá de acá. Un relato-guía. La historia de que el varón es más fuerte y competente que la mujer se la inventaron los intelectuales, incluso metió mano allí el pobre Pïtágoras, es un típico meta-relato, al servicio de un sistema o dispositivo de dominación.
Detrás de los cuentos neoliberales, del relato del terrorismo, de las amenazas a la democracia, la sociedad abierta más o menos, la globalización, la inversión extranjera, la “oposición”, la incompetencia de los homosexuales para criar niños y otras “consejas” hay agentes y gestores que no son otra cosa que intelectuales. Que  no sean de izquierda no quiere decir que no sean intelectuales.
El PERUANO es un gestor de meta-relatos de sustancia derechista. Es un intelectual de derecha y por su gestión propagandística a favor de los artículos de fe derechistas es incentivado con largueza. Recicla historias tales como el relato de que el mejor estado es el que se limita a emitir moneda y a atrapar a los delincuentes. La narrativa de que América Latina está hundida en el atraso porque no reproduce fielmente el modelo de sociedad abierta occidental, cosa esta última que debemos poner entre comillas, porque es, precisamente, un modelo. Para el peruano nuestras democracias con plumas y taparrabo son tan tóxicas que se mandó a mudar a España. Por cierto para pagar sus honrosos servicios al modelo, el rey de España le cedió una especie de título de marqués.
Los más trágicos son aquellos que –aunque serlo casi no depende de uno- se sienten incómodos con la figura del intelectual y proyectan un bajo perfil en la materia, pero visten un alto perfil como escritores rasos, fabuladores, creadores. Especies de honestos artesanos que fabrican un artilugio. Las suyas serían las historias honestas, de la gente común, la gente que pasea al atardecer, que saca al perro, que se enamora, que canta en la ducha. Lo de Héctor Abad Faciolince es trágico en parte por eso. Porque es alguien que ha querido pasar como el tío bonachón que apenas inventa historias sencillas. Para emplear una frase del corte de las que llevan las contraportadas, hace en sus libros “homenajes a la vida” y cosas así.
Es trágico que un fabulador, un modesto contador de historias, se vea obligado a vestir la figura del intelectual. ¿De derechas? ¿De izquierdas? Y, así vestido, pronunciarse, en lugar de estar dando entrevistas sobre su oficio de contar historias de hermanos y panaderías. Ha sido un pronunciamiento explosivo. O abrupto, en alguien de perfil tan discreto. Se ha pronunciado sobre presuntos asuntos internos de un partido de izquierda hace veinte años, presuntamente manipulaciones de actores en pugna en el seno de esa organización. Lo que dice, obligado por altas  consideraciones cívicas, es que uno de los candidatos a la presidencia es un tramposo, porque “me lo dijo mi amigo Carlos Gaviria”. Esto es trágico porque las consideraciones cívicas, patrióticas, se diría, lo han hecho salir de su torre de marfil o de los eventos plácidos en que es uno de los participantes en conversatorios sobre temas más amenos, menos bárbaros. La vida se ha vuelto tan jodida que ya un hombre bueno no se puede quedar en sus remansos de beatitud literaria. Es trágico porque un hombre muerto, un gran muerto, ha sido desgarrado del Hades para que avale lo que dice Héctor Abad. Hasta el Hades han ido a importunarlo las pequeñeces de la vida colombiana. Por supuesto los reporteros no pueden obtener sus declaraciones en pro o en contra, o confirmando que hace más de veinte años le confió al maestro Héctor Abad, intelectual a su pesar, la conseja mezquina.
La lección más o menos inmediata es que uno se resiste a caer bajo la categoría de intelectual y tarde o temprano le toca ejercer de intelectual, en este caso para no ser indiferente al riesgo de que su país se despeñe por una cuesta castrochavista. ¿Se imaginan si el ejercicio así intelectual de Héctor Abad resulta beneficioso para la sociedad, qué afortunado sería que se vuelva un hábito, que se pronuncie todos los días sobre la cleptocracia, por ejemplo. Sobre la precariedad de la crítica literaria en el país. Sobre el pensamiento único. Sobre las noticias falsas. Sobre la precariedad de la lectura en un país que tiene doscientos escritores. Sobre los asesinatos selectivos a diario. El puente Chirajara. Y de una vez por todas, escriba un libro sobre el castrochavismo, como contribución a la vigencia entre nosotros de una sociedad abierta
Refresquemos quién fue Carlos Gaviria, antioqueño como Héctor Abad. Un progresista cuando ese adjetivo no significaba –como significa hoy-una etapa embrionaria del nefasto castrochavista que acecha por todas partes a este decente país. Era un progresista, y tanto, que promovió en la Corte Constitucional, como miembro de esa institución, una sentencia despenalizando la posesión de una dosis personal de marihuana. Progresista e intelectual también puesto que esa decisión entrañó revisar un meta-relato al servicio de la hipocresía y el autoritarismo: el uso recreativo de marihuana es un delito, daña a la  sociedad. No, dijo la sentencia, es un ejercicio de la libertad en una sociedad moderna, en otras palabras es el derecho al libre desarrollo de la personalidad. Era un gestor de los derechos en un país oscurantista que se acuerda de los derechos solo cuando los recortan o desconocen a un empresario o privilegiado. Un promotor de los derechos modernos en un país feudal como otro Héctor Abad, el padre del escritor, que pagó con su vida hacerlo.  
Héctor Abad hijo es trágico, porque terminó en el anti-castrochavismo por no oponer resistencia a los meta-relatos. En las contraportadas de sus libros, los editores han consignado esos relatos maestros que quieren encuadrar la forma en que pensamos el mundo. Ha comprado estas ficciones o mitos. Como si no supiera lo que todo productor de mitos sabe. Que esas creaciones no tienen efectos “civiles”. Lo que la contraportada proclama sobre Héctor Abad es una fórmula para vender libros, no es un juicio sobre su trabajo creíble, aunque envuelva su figura en hipérboles. No se crea que es un gran escritor porque lo dice ese pedazo de cartón. Héctor Abad no es una figura de ningún canon literario creíble. Lo trágico es que el piensa que sí.

domingo, 4 de febrero de 2018

LA VIUDA DE LOS CLAVELES ROJOS por Fernando Hernández Vidal

Nadie supo por qué se suicidó Kadar Hussein con un tiro en la boca. Dicen que fue por una mujer. Y que esa mujer era casada.
Llegaron a su almacén otros árabes, consternados por el suceso. Karín Barcachi se llevaba las manos a la cabeza y exclamaba:
-¡Qué horror!
Los otros hablaban en árabe con rapidez, sin pausas, con atropellos, como si estuvieran en un gallinero incendiado. Era como si hubiera caído una granada de guerra en el almacén de Hussein, al que todos estimaban porque era un hombre bueno.
-¡Qué lenguereteo!-exclamó Nacho Arzayús, el barbero, que era uno de los curiosos que habían acudido a la esquina de la calle de los músicos con la calle central, donde quedaba el almacén Fenicia, que Hussein había levantado en un año de trabajo.
Todos se hacían preguntas y resaltaban las bondades del muerto, que era muy risueño en vida con sus bellos dientes blancos. Y les era un misterio aquella mujer por las que se decía se había pegado un tiro en la boca.
Pero el lío gordo fue cuando llegaron con el muerto al cementerio católico, enseguida de la zona de tolerancia. Se apareció, a las carreras, el padre Mariano Chinchilla, agitado y pálido para anunciar que a ese muerto no lo podían enterrar allí.
-Ustedes no son católicos-dijo el padre-Dios no acepta suicidas en el cielo.
-Tenemos dinero, padre, para pagar la tumba-dijo Dib el Hadaui.
Enorme disputa. Tres buitres, apostados en el arco de la entrada del cementerio, estaban como asombrados. Alguien, en la montonera, pisó a un perro viejo que empezó a aullar como un lobo; otros perros ladraron bajo un sol de 28 grados. Y llegaron las prostitutas de la zona de tolerancia, en chancletas, con los pelos alborotados, somnolientas. Se oía un disco mejicano: La cama de piedra.
Los árabes estaban furiosos. Uno de ellos, Majid Falú, dijo que todos los muertos son iguales, con dios o sin él, y que todos se volvían polvo. Esto agrió, aún más, el mal genio del padre Mariano Chinchilla.
-Entiérrenlo en el cementerio de los suicidas-dijo el padre Mariano y señaló un lote enseguida del cementerio católico, lleno de rastrojos y cadillo y en el que, en una de sus tumbas, había un nido de serpientes. Era un cementerio sin cruces. En cincuenta años de fundado habían enterrado, allí, como a cincuenta suicidas, uno por año en promedio. Allí yacía Memito Orozco, que se mató en el café Colombia por una mujer que se fue con el capitán Mediavida, un guerrillero liberal. También estaba allí, con sus huesos rotos, Higinio el flaco, un relojero que se mató de soledad aunque algunos malpensados dijeron que fue por un muchacho que lustraba zapatos en ese café.
Aquella discusión iba a acabar en puños cuando llegó la policía. Al fin, uno de los árabes dijo que daba lo mismo enterrarlo aquí o allá y se dirigieron hacia la tierra de los suicidas. Alguien, un borracho, Isidro el papero, gritó:
-¡Viva el partido liberal!
El padre Mariano no se despegó del muerto y la policía hizo un cordón de seguridad. Uno de los árabes, Camilo Perchi, dijo:
-Alá es grande. Alá quiere a los muertos así se hayan pegado un tiro en la boca.
Una serpiente salió de una de las tumbas. La gente retrocedió.
-No es venenosa-dijo uno de los policías.
-Está embarazada-dijo un niño al ver el grosor de su cuerpo.
Los paleros abrieron un hueco y allí fue dejado Kadar Hussein, que era soltero y que decían había combatido con los árabes en el canal de Suez.

Todo volvió a la normalidad en San Miguel Arcángel. Pero alguien observó a una mujer de negro que bajaba los martes al cementerio de los suicidas y depositaba claveles rojos en la tumba de Kadar. Luego, subía a la plaza de los gansos limpiándose las lágrimas, seguida por un perrito de pintas negras y blancas.
Se regó entonces el cuento de que Lucía Temprano, la mujer de Tobías Escobar, el presidente del directorio conservador, era la amante de Kadar Hussein. Pero ella acababa de enviudar. Ayer, 28 de septiembre, día de San Wecenslao, Tobías fue muerto a tiros por dos hombres enruanados y de sombreros negros, que se montaron en sus caballos y se fueron por los potreros de la Casilda, la hacienda de los Guzmán, hacia la cordillera central.
Ese cuento, el de la viuda, se quedó así. Se encerró en su casa azul con blanco, frente a la gallera del curvo Calle, y solo salía los martes por la tarde con sus claveles rojos para entrar al cementerio de los suicidas. Veinte años estuvo en ese trajín hasta que murió en su cuarto lleno de santos, con un viejo rosario entre las manos. Arriba, en la cabecera de la cama, vieron la fotografía de Kadar Hussein, enmarcada en vidrio, sonriendo, con bigote y una boina negra que le hacían parecer al actor egipcio Omar Sharif, durante la guerra del canal de Suez. Siempre hablaba de que lo habían herido en el golfo de Akada y de que el presidente egipcio, Gamal Abdel Nasser, le había felicitado y apretado las manos. Y cuando lo decía, los otros árabes se quedaban en silencio, como recordando aquellos incendios que estallaban en sus países de ámbar y de yesca, y que olían a pólvora y a sangre mezcladas con las arenas de sus desiertos.

Cuando el arte de contar se encontró con la civilización árabe se volvió más transparente. Esa transparencia resume el arte de este cuento “árabe” de Fernando Hernández Vidal, contado con ese oficio que es el saldo de haber contado una y otra vez las mismas historias porque para la gente son como una adicción. De su propia cosecha, Fernando filtra un humor negro como el café arábigo. Y metiéndose en el rol de bufón con la seriedad que ello implica, se burla del mismo acto de contar, del atavismo de narrar, del ritual que es toda fábula. Para la muestra un botón, este símil que inserta un elemento desquiciante en el ritual narrativo: “…hablaban en árabe con rapidez, sin pausas, con atropellos, como si estuvieran en un gallinero incendiado.” San Miguel Arcángel, el pueblo en donde sucede todo, es como Macondo, un pueblo fundado en las tierras de la memoria. En El último vagón, Premio Jorge Gaitán Durán de cuento, todas las historias suceden en este pueblo. Fernando Hernández nació en 1950 en Florida, un pueblo semejante, pero que se puede encontrar en el mapa del Valle del Cauca.. Ha trabajado en muchos periódicos, en radio, es una leyenda en Cali por sus crónicas premiadas en numerosas ocasiones.