Hay
amores que más bien son codicias (dice en las tablas mosaicas: “no codiciar la
mujer del prójimo”). ¿Mi codicia por los libros alcanza para amor?
En
remotos tiempos me atormentó el antojo por un ítem de la biblioteca de un amigo.
El amigo intuía el riesgo y declaró una política fija en contra de los
préstamos. ¿Era amor aquel antojo por el libro, Pesadilla de aire acondicionado, que ostentaba con altavoz la firma
de Henry Miller? En los años setenta un editor argentino marcó territorio
traduciendo todo Miller; sus tapas en estilo de cartel callejero eran broncas,
en alusión al bronco autor libertino, boxeador de las ideas anarquistas. Era
envidia en estado puro, mi camarada tenía varios Miller en sus anaqueles,
poblados mayormente por los libros de su papá. Qué bueno caía sobre esos cantos
librescos la trompeta de Louis Armstrong. ¿Antojos son amores?
Se
ama la voz del libro. La voz del Quijote carece de pretensiones, basta para que
la amemos en este mundo de pretensiosos. Es la voz de Don Miguel Cervantes un
hombre que no ha sabido sino ser bueno, sufrido, generoso hasta con los
sinsabores y nos enseña a ser así, aunque sea en algún grado.
Amo a
los anfitriones de ese libro. Amo al hidalgo en quien la manía no apaga la
buena voluntad ni el juicio (oscurecido tan solo en el percibirse caballero
andante y percibir altas damas en las humildes labriegas y castillos firmes en
las posadas o ventas). Y a Sancho Panza
amo, ¿cómo no hacerlo siendo tan semejante a aquel que me mira en el espejo?;
también hago cálculos de éxito y prosperidad, también se me encoje el pecho
cuando el gran proyecto se viene abajo. Me consuelo con pan duro y vino joven.
La voz, sí pero también amo las carnes de mi Quijote, el peso de mil páginas,
las notas marginales que son toda una república de notas, explicaciones,
aclaraciones con voz de canónigo agelasta. El tafilete o como quiera que se
llame el material del encuadernado (con los título dorados encima).
Es
asombroso como otro libro resiste la lenta pero inexorable industria del olvido.
Lo amo porque lo puedo recordar todos los días (¿cómo no amar esa sublime forma
del tiempo, nuestra memoria, especie de casa propia?). Evocar la figura de
Manongo Sterne es normal todos los días, tal vez eso signifique que el demiurgo
que lo modeló, un señor peruano triste y tímido, tiene algo de Cervantes.
Alfredo Bryce Echenique, se llama el autor de “No me esperen en abril”, libro
amado. Manongo Sterne, el héroe, es contradictorio como el hidalgo de La Mancha,
sufre de la enfermedad de muchos héroes; cierta ligereza que los pierde en nada
sobrias pretensiones de trascender pero que divierte mucho a los lectores de
novelas, quienes tampoco son modelos de comedimiento y aplomo. El señor
peruano, recrea con el pulso de un Flaubert y la ironía de un Sterne, toda la
gama de las prácticas y los rituales de las cómodas y decadentes élites
latinoamericanas, en su versión Lima años cincuenta, sobresaliendo la
genialidad de copiar los colegios para sus retoños, de los colegios que para
los suyos fundaron las élites europeas. El colegio San Pablo de esta novela
sale en todo su esplendor de la traviesa y sutil fabulación bryceana: una
delirante imitación de un colegio ideal europeo en donde se aplicará una pátina
de cultura a un puñado de hidalgos limeños en cuyas arterias fluye una mediocre
sangre europea mezclada a la fuerza con sangre española barata y sangre
supersticiosa aymará o quechua bastante diluida. Amo este libro porque su
comicidad es capaz de hacerte reir, en
medio de cualquiera de esas olas ominosas vistas desde la cubierta de tu frágil
barquillo de vida.
Un
amor tenaz que sobrevivió contrariedades y frustraciones durante veinte años,
es Mimesis, un libro cuyo tema son los libros.
Erich
Auerbach…¿Qué hay en esos nombres que me enamoraron una vez los percibí en la
neoclásica tapa de Mimesis, típica del gran formato del Fondo de Cultura
Económica? Era joven cuando sucedieron los hechos, pero ya sabía que sin
mimesis no hay literatura. Erich Auerbach sonaba a sabio alemán o suizo que
surge de su naufragio en la filología clásica enredado en las algas de la
erudición y la autoridad que confiere ese viaje astronómico, que lleva a las
antiguas palabras griegas y sánscritas que siempre son nuevas.
Primero
fue un antojo por toda esa filología acariciada íntimamente, por el servicio
incondicional y la devoción sensual a ella, Filología. Antojado de algo tan
remoto, yo. Yo tan perezoso, tan mimado, tan costeño. Sin embargo la vida nos
enseña que el antojo no obedece a ningún sistema ni racionalidad superficial. En
mi paseo, Mimesis se me insinuaba reiteradamente en la vitrina de la Librería
Lerner, impreso el título enuna fuente rolliza que ya corría por mis arterias
de tanto verla y tanto ansiarla. Era libro de la vitrina, lugar reservado a
los libros caros de la librería, un tabú
para mi contabilidad.
Viéndola
en esa vitrina y en otras vitrinas era como la estrella de cine que asoma por
todas partes hasta que se convierte en alguien que promete la felicidad plena.
Todavía tuvo mi corazón encaprichado que aguantar los feroces flirteos que
fueron los libros en que me citaban a Mimesis sin piedad, citas alcahuetas que
conspiraban para mayor fogosidad de aquella pasión senil que me inspiraba el
libro de Erich. Soñé con Mimesis muchos años hasta que el destino lento pero
seguro la puso a mi merced en las tétricas librerías de viejo del callejón de
la carrera octava con calle Jiménez. Un aprendiz de librero con expresión de
sabueso alerta caminó a otra puerta y al rato regresó con Mimesis. A un precio
increíble y mostrando indicios de haber sido propiedad de una persona decente y
limpia. Me la llevé como un trofeo a casa. Tórridos, en medio de la erudición,
han sido nuestros amores. Es un libro sobre libros como La divina comedia, Los
cuentos de Canterbury, Decamerón, Papá Goriot, El rojo y el negro, A la
búsqueda del tiempo perdido y Al faro, que han sido amados por muchas
generaciones de lectores.
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