miércoles, 17 de mayo de 2017

Libros amados

Hay amores que más bien son codicias (dice en las tablas mosaicas: “no codiciar la mujer del prójimo”). ¿Mi codicia por los libros alcanza para amor?
En remotos tiempos me atormentó el antojo por un ítem de la biblioteca de un amigo. El amigo intuía el riesgo y declaró una política fija en contra de los préstamos. ¿Era amor aquel antojo por el libro, Pesadilla de aire acondicionado, que ostentaba con altavoz la firma de Henry Miller? En los años setenta un editor argentino marcó territorio traduciendo todo Miller; sus tapas en estilo de cartel callejero eran broncas, en alusión al bronco autor libertino, boxeador de las ideas anarquistas. Era envidia en estado puro, mi camarada tenía varios Miller en sus anaqueles, poblados mayormente por los libros de su papá. Qué bueno caía sobre esos cantos librescos la trompeta de Louis Armstrong. ¿Antojos son amores?
Se ama la voz del libro. La voz del Quijote carece de pretensiones, basta para que la amemos en este mundo de pretensiosos. Es la voz de Don Miguel Cervantes un hombre que no ha sabido sino ser bueno, sufrido, generoso hasta con los sinsabores y nos enseña a ser así, aunque sea en algún grado.
Amo a los anfitriones de ese libro. Amo al hidalgo en quien la manía no apaga la buena voluntad ni el juicio (oscurecido tan solo en el percibirse caballero andante y percibir altas damas en las humildes labriegas y castillos firmes en las posadas o ventas).  Y a Sancho Panza amo, ¿cómo no hacerlo siendo tan semejante a aquel que me mira en el espejo?; también hago cálculos de éxito y prosperidad, también se me encoje el pecho cuando el gran proyecto se viene abajo. Me consuelo con pan duro y vino joven. La voz, sí pero también amo las carnes de mi Quijote, el peso de mil páginas, las notas marginales que son toda una república de notas, explicaciones, aclaraciones con voz de canónigo agelasta. El tafilete o como quiera que se llame el material del encuadernado (con los título dorados encima).
Es asombroso como otro libro resiste la lenta pero inexorable industria del olvido. Lo amo porque lo puedo recordar todos los días (¿cómo no amar esa sublime forma del tiempo, nuestra memoria, especie de casa propia?). Evocar la figura de Manongo Sterne es normal todos los días, tal vez eso signifique que el demiurgo que lo modeló, un señor peruano triste y tímido, tiene algo de Cervantes. Alfredo Bryce Echenique, se llama el autor de “No me esperen en abril”, libro amado. Manongo Sterne, el héroe, es contradictorio como el hidalgo de La Mancha, sufre de la enfermedad de muchos héroes; cierta ligereza que los pierde en nada sobrias pretensiones de trascender pero que divierte mucho a los lectores de novelas, quienes tampoco son modelos de comedimiento y aplomo. El señor peruano, recrea con el pulso de un Flaubert y la ironía de un Sterne, toda la gama de las prácticas y los rituales de las cómodas y decadentes élites latinoamericanas, en su versión Lima años cincuenta, sobresaliendo la genialidad de copiar los colegios para sus retoños, de los colegios que para los suyos fundaron las élites europeas. El colegio San Pablo de esta novela sale en todo su esplendor de la traviesa y sutil fabulación bryceana: una delirante imitación de un colegio ideal europeo en donde se aplicará una pátina de cultura a un puñado de hidalgos limeños en cuyas arterias fluye una mediocre sangre europea mezclada a la fuerza con sangre española barata y sangre supersticiosa aymará o quechua bastante diluida. Amo este libro porque su comicidad es capaz de hacerte reir,  en medio de cualquiera de esas olas ominosas vistas desde la cubierta de tu frágil barquillo de vida.
Un amor tenaz que sobrevivió contrariedades y frustraciones durante veinte años, es Mimesis, un libro cuyo tema son los libros.
Erich Auerbach…¿Qué hay en esos nombres que me enamoraron una vez los percibí en la neoclásica tapa de Mimesis, típica del gran formato del Fondo de Cultura Económica? Era joven cuando sucedieron los hechos, pero ya sabía que sin mimesis no hay literatura. Erich Auerbach sonaba a sabio alemán o suizo que surge de su naufragio en la filología clásica enredado en las algas de la erudición y la autoridad que confiere ese viaje astronómico, que lleva a las antiguas palabras griegas y sánscritas que siempre son nuevas.
Primero fue un antojo por toda esa filología acariciada íntimamente, por el servicio incondicional y la devoción sensual a ella, Filología. Antojado de algo tan remoto, yo. Yo tan perezoso, tan mimado, tan costeño. Sin embargo la vida nos enseña que el antojo no obedece a ningún sistema ni racionalidad superficial. En mi paseo, Mimesis se me insinuaba reiteradamente en la vitrina de la Librería Lerner, impreso el título enuna fuente rolliza que ya corría por mis arterias de tanto verla y tanto ansiarla. Era libro de la vitrina, lugar reservado a los  libros caros de la librería, un tabú para mi contabilidad.

Viéndola en esa vitrina y en otras vitrinas era como la estrella de cine que asoma por todas partes hasta que se convierte en alguien que promete la felicidad plena. Todavía tuvo mi corazón encaprichado que aguantar los feroces flirteos que fueron los libros en que me citaban a Mimesis sin piedad, citas alcahuetas que conspiraban para mayor fogosidad de aquella pasión senil que me inspiraba el libro de Erich. Soñé con Mimesis muchos años hasta que el destino lento pero seguro la puso a mi merced en las tétricas librerías de viejo del callejón de la carrera octava con calle Jiménez. Un aprendiz de librero con expresión de sabueso alerta caminó a otra puerta y al rato regresó con Mimesis. A un precio increíble y mostrando indicios de haber sido propiedad de una persona decente y limpia. Me la llevé como un trofeo a casa. Tórridos, en medio de la erudición, han sido nuestros amores. Es un libro sobre libros como La divina comedia, Los cuentos de Canterbury, Decamerón, Papá Goriot, El rojo y el negro, A la búsqueda del tiempo perdido y Al faro, que han sido amados por muchas generaciones de lectores.

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