Son exóticos, heterodoxos, parvos, marginales, heréticos. No
es lo suyo la gran gesta ni la aventura vasta e intrépida. Ni la aclaración de asesinatos
y otros crímenes. Ni amparan damas en problemas ni viudas y huérfanos. Rehúyen
la máquina del mundo y vegetan en extremas circunstancias. Se parecen a Harry,
el lobo estepario; al errante Stephen Dedalus, al sufrido Gregorio Samsa. Sus
peripecias chaplinescas pueden resultar divertidas al lector cómodo en su
sillón.
El acervo de creaturas literarias raras y ambiguas sigue
aumentando como si surgiera de una manía obsesiva. A través de las ficciones
actuaría un alma colectiva que busca respuestas en esos personajes vagos, de idiosincrasias
irónicas y “borderline” que ya se ven a gatas para englobar los conceptos de
antihéroe y de “perdedor”. ¿Qué significan estas “sombras” de la literatura?
Don Quijote es un antihéroe típico; en comparación con las
creaturas a que aludo es un individuo coherente y consolador. Ninguno de los
golem que han surgido en los últimos tiempos posee la filosofía y el estoicismo
de Huckleberry Finn, otro antihéroe a quien se ama fatalmente. Sin un posgrado
en las poéticas de Faulkner es imposible rastrear hasta él, enfáticamente, los
genes de esta tribu de personajes. En García Márquez parecen encontrarse en
estado natural, en óptimas condiciones, en su tinta. Si existe una escuela del
personaje marginal, cerrado en su mundo sublunar, ceñido por su renuncia
poética a encarnar en laboriosas convenciones y refocilarse en la aprobación y
los reconocimientos del ágora, Gabriel García Márquez es uno de sus heresiarcas.
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