viernes, 24 de junio de 2016

La rastredad de los hombres

Los libros de Hernán Vargascarreño que se han cruzado en mi camino han sido para mí un curso intensivo en poesía. Como los libros de García Lorca, de Machado, de Miguel Hernández, han sido mediadores de una experiencia iniciática en quien es principalmente un lector de novelas sin remedio. Me han recordado que las novelas son solo una secta de la literatura comparadas con el canto como gesto característico del ser humano en todas partes.
En otras época superadas de la poesía colombiana el desdoblamiento completo del tema era raro, los libros eran misceláneos, reuniones de poemas ajenos unos a otros. Un raro ejemplo del poemario de tema unitario, Morada al sur, de Aurelio Arturo tardó en ser reconocido como hito fundamental. Por esos poderes limitados de los exégetas y lectores no calaba suficientemente Memoria de los hospitales de ultramar, el canto ambivalente, la elegía herética de Alvaro Mutis (ambos autores se pueden proponer como antecedentes del canto de Hernán Vargascarreño).
Para organizar la masa coral de su elegía, el poeta unitario more Vargascarreño tiene que estar seguro de sus querencias, tendencias, demonios y advertir su destino en ellos. El compromiso a fondo con un tema en poesía implica proyectar la masa coral de acordes temáticos, en fin las voces cuyo diálogo configura el tema. El poeta es el Atlas que sostiene ese universo en levitación gracias a su voluntad poética.  Hoy podemos sacarlo en limpio: la poesía en Colombia se encuentra en plena madurez, Hernán Vargascarreño es un ejemplo feliz. En su reciente libro titulado Montuno, uno de los espíritus que preside es indudablemente el del dios Pan que parece “hacerle la segunda”, para un desciframiento de los misterios convocados en una región de Colombia en donde “el silencio mordiente de los páramos” es más riesgoso que los hielos
Vargascarreño en Montuno -como antes en Tempus-hace surgir un mundo o lo convoca con alarde de totalidad. Le da habla a ese mundo para que sea posible la comunión con él (comunión, he ahí un término que vale como sinónimo de lírica).
Comunión, communio, encuentro en que los hombres truecan sus pocas certezas, sus ilusiones, sus cantos. Oficia, el poeta. Masa coral, masa de las voces del coro, mar de voces, república de voces. La rastredad de los hombres, los filos de las montañas, el viento herido, el silencio mordiente del páramo, las sombras, la roca, todos ellos son voces aunadas en el coro de la elegía abandonada a su momentum.
Montuno es un tratado sobre el destino, un tratado que sugiere que el lugar natal es la clave del andar y buscar del alma. Solo la poesía puede decirlo: la geografía es un destino heroico para el sujeto verdadero. Afortunados quienes tienen un sitio de donde proceden. Es el caso del autor de los cantos de Montuno. Los desarraigados ontológicos que no pueden reclamar pertenencia a un lugar natal al tener, en esta poesía, la visión de la condición humana opuesta, también se aproximarán más a su peculiar destino. Y qué lugar, uno se puede enamorar de él tal como surge en la voz de Vargascarreño:

“No podemos destajarnos de estas tierras que no están hechas para hombres alegres. Aquí está nuestro sino de sombras, aferrado a estos confines del mundo. Más allá de su límites ya no somos, no sabemos ser.” Pag. 14
“mientras bajamos / los estrechos caminos abiertos / sobre la montaña empinada / y abajo el río solo semeja / una delgada ilusión de plata / los gritos de los gavilanes ahondan los desfiladeros / pero más ahonda el silencio de nuestros propios espantajos” pag. 27

Los poderes del poeta
El poeta, todo lo que resucita: los orígenes, los puntos cardinales del alma, los primeros pasos, las epifanías, el lugar que lo pare a uno, la unidad de esas montañas, la intimidad del hombre con su comarca natal, los elementos primarios: el poeta ejerce sus poderes, y su canto es reparador, liberador, sanador.

"Estas montañas / extremidades del mundo / abandonadas a su propio sueño / en medio del caos que es el orden geológico / nada piden a cambio / cuando pasamos sobre sus lomos..
…Con solo sabernos sus peregrinos / les basta para sus arriesgadas geografías / tan hermanadas ellas / a la rastredad de los hombres” pags. 28-29


NOTA: En el mini-formato bibliográfico, estos cantos de Hernán Vargascarreño seducen aún más al ver las montañas y los abismos del Chicamocha contenidos en tan “breve cárcel”. 

Los Zenos

El trato con los héroes estrafalarios lo debo originalmente al cine, medio en que el linaje parte de un individuo de rostro enharinado incapaz de habla, sombrerito redondo, de caminar paradójico y dudosa elegancia, con una mancha de bigote como pintado con el pulgar debajo de su nariz. Ah, y un bastoncillo como única arma. Era Charles Chaplin un emperador de la anomia, un príncipe lumpen, un vocero de la criatura humana desprovista de honores y prebendas pero reclamando un puesto, inventándose cada segundo para no caer derrotado.
La figura estrafalaria que seguramente el vodevil y el burlesque de Londres (el medio en que se formó Chaplin) importaron de Italia, regresa a ese país y funda la escuela de los mimos itálicos encabezados por los Ugo Tognazzi y Marcelo Mastroianni…gran galería inmortal de héroes, con el absurdo y el ridículo eternamente lamiendo sus talones …Alberto Sordi …pero especialmente Tognazzi y su poesía del lío y del problema. Y que consuelo ver en la pantalla a otros igualmente enredados y hasta el cuello en esos problemas que los héroes clásicos no padecen jamás…En el cine nos iniciamos en el trato con estas absurdas figuras de la humanidad, y esa iniciación nos permitió apreciar después las que ha parido la novela universal, que casi tienen ya estatura de arquetipos encabezados por el hidalgo de La Mancha, la nunca bien elogiada Orden de la Triste Figura.
William Shakespeare enriqueció la criatura con sus “Graciosos”, sus “Fools” inmortales. Y con Leopold Bloom, James Joyce promovió el hombre absurdo a figura profética. En medio de los dos Fiodor Dostoyevsky aclaró la cuestión, mejor dicho zanjó la cuestión: ese héroe de la triste figura y los copiosos líos e impasses, al que el ridículo siempre le pisa los talones y es el toque final de su atavío, ese tipo o arquetipo, somos nosotros, somos los hombres ( pronto las mujeres, porque los libros ya arrancan a poblarse de mujeres absurdas y estrafalarias como era necesario que sucediera).
Un estrafalario (me lo imagino en el cine interpretado por Ugo Tognazzi) aventajado y sublime es el héroe de la novela La conciencia de Zeno, de Italo Svevo. Me parezco a Zeno Cosini en la imprecisión del carácter, en el evadir las decisiones y en dejar que los demás hagan. Solo Salvador Buenaventura, el protagonista de Las obras infames de Pancho Marambio, de Bryce Echenique, es más indolente y vacilante que Zeno. Los Zenos no son tal vez personas que las otras personas amen incondicionalmente y nos preguntamos si los lectores que aprecian estas novelas habitadas por héroes desprovistos de cualidades convincentes, de actos ídem, son legión. Pero.. ¿será que eso es la novela? Confesiones de seres dispares e irreductibles a los lugares comunes del decoro? Ese ser que tiene más de abstracto que de vital. En la novela trata de tener su “gran” momento. Es un ser que fracasa en encarnarse con todas la virtudes y los defectos del ego y de la carne. Los lectores sufrimos con su desatender la seguridad y la supervivencia, queremos que Zeno deje de fumar, que conquiste a las más bella de las hijas de Giovanni Malfenti y que deje de ser hipocondríaco.
Como la de  Zeno Cosini mi vida es un río de peripecias miopes en las que el héroe no se ha propuesto conquistar el mundo ni modificar su destino, para empezar. Y como Zeno, para mí actuar es marchar resueltamente hacia la paradoja y la detención del movimiento. Nuestra virtud protuberante –tanto que permite descartar cualquier otra-es la conciencia, siempre vigilante y consciente de ese actuar que no concluye, ni es liberación ni realización. Zeno y yo somos conciencias sin reflejos vitales como si en las vidas anteriores hubiésemos agotado toda nuestra capacidad de actuar según fines elevados o lucrativos o románticos.

Zeno se parece mucho a Aleksiei Ivánovich, el héroe de El jugador (Dostoyevsky). Su destino acaso parta de una educación incompleta, proporcionada por quién sabe qué mentores, pero seguro no por Séneca o Maquiavelo. Tanto Zeno como Alexiei ignoran los más elementales principios de la política, estructurados en torno al carácter necesario del poder (poder personal en este caso). Se las arreglan para vaciarse de voluntad y celo personal. En sus tendencias se echan de menos las intuiciones sobre el valor personal y el imponerlo sobre los demás.

Qué raros, qué raros y qué raro yo que guardo tantas semejanzas con quienes podrían calificarse de estrafalarios. Otra cosa extraña es que la literatura esté siempre convocando estas “tristes figuras”. Una figura paradójica y equívoca es ese José Arcadio Buendía que el célebre Gabriel García Márquez conjura en su libro famoso y lo retrata en continuo rapto de imaginación, desdeñando este mundo por quimeras de progreso de la mano de invenciones poco prácticas que según su fácil imaginación resuelven los obstáculos a las utopías. Su mujer Úrsula Iguarán nunca perdona a los gitanos que le inocularon la fiebre por los delirios de los inventores. Seres unilaterales como la tarántula, como los que recoge  en su red fabuladora William Faulkner, ese rey de los clowns.