Soy de esa gente perdida adicta a
los rituales, por eso una parte mía gruñe por que se nos haya dejado este año
sin ritual del Nobel de Literatura. No hubo esa epifanía en que un escritor o
escritora con muchas millas tecleadas y la vida con las cicatrices del
sobreviviente de un oficio que cada vez se vuelve más arriesgado y competitivo,
amaneciera con todos sus problemas resueltos por las coronas suecas. Ni se
sintió la monstruosa envidia de sus colegas que teclean en medio de penurias y
el desprecio de sus vecinos sosteniendo una taza de café que cada vez es más
negro y cada vez sirve menos para atraer la inspiración, para desbloquear esa
ansiedad e incertidumbre que llevó a Philip Roth a prometer no escribir más y
darse una oportunidad como ser humano. Este año no hubo ritual porque no es lo
mismo, no es lo mismo un escritor con una guitarra, que pesca la poesía con
guitarra, no es lo mismo.
Con esa guitarra, objeto mágico
entre los objetos mágicos, Bob Dylan mantuvo a raya la magia negra de la
literatura, las fusas y las semifusas capturaron las palabras que incendiaron
el alma en años de resistencia y protesta contra el establecimiento, el mejor
de los establecimientos si quieres tener uno contra el cual lanzar piedras con
una guitarra. Sus poemas guitarreados articularon la herejía de varias
generaciones de contestatarios al mejor estilo norteamericano. En su género, el
de la canción protesta de granito, su figura pronto fue prometeica, inmensa,
única en su especie. Imposible de copiar esa voz que salía la mitad por la
nariz judaica e irreverente bajo unos pelos puestos ahí al qué carajos, una
zarza capilar rompepeines, imagen del caos, nido de sus metonimias y
sinécdoques, de su cargados hemistiquios, cargados de blasfemias contra el
sistema de vida americano o “american way of life”.
Una gran tapa de disco, aquella de Dylan
de perfil con el pelo disparado en todas direcciones proyectándose de su cráneo
como explosiones solares. No olvido mi LP de Bob Dylan de mis mocedades y
necedades en una era analógica que me hace un miembro de la Vieja Guardia, Su
literatura con guitarra tenía dureza bíblica y dureza whitmaniana, con sus
símiles y oxímoron sus duras palabras para oídos duros decían que había que
tener fe en la propia negativa a seguir los modelos de los fariseos, que había
que tener fe para caminar hacia atrás y salirse de la trampa. Me marcaron un
hábito por la imprecación cantada, tan parecida a la de Bertolt Brecht y a la
de Ernesto Cardenal. Yo era un estudiante de literatura (yo, eterno estudiante
de literatura) deslumbrado por sus imágenes literarias que parecían repartir
las cartas de nuevo en quienes caminábamos por el túnel.
Su canción (Blowin’ in the wind)
dice que la rebeldía es un alimento que trae el viento, que trae preguntas y
respuestas, que dejes que te azote el viento para que aprendas, para encontrar
respuestas y finalmente ser testigo de algo semejante al vendaval que borra a
Macondo del tiempo.
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