El trato con los héroes estrafalarios lo debo originalmente
al cine, medio en que el linaje parte de un individuo de rostro enharinado
incapaz de habla, sombrerito redondo, de caminar paradójico y dudosa elegancia,
con una mancha de bigote como pintado con el pulgar debajo de su nariz. Ah, y
un bastoncillo como única arma. Era Charles Chaplin un emperador de la anomia,
un príncipe lumpen, un vocero de la criatura humana desprovista de honores y
prebendas pero reclamando un puesto, inventándose cada segundo para no caer
derrotado.
La figura estrafalaria que seguramente el vodevil y el
burlesque de Londres (el medio en que se formó Chaplin) importaron de Italia,
regresa a ese país y funda la escuela de los mimos itálicos encabezados por los
Ugo Tognazzi y Marcelo Mastroianni…gran galería inmortal de héroes, con el
absurdo y el ridículo eternamente lamiendo sus talones …Alberto Sordi …pero
especialmente Tognazzi y su poesía del lío y del problema. Y que consuelo ver
en la pantalla a otros igualmente enredados y hasta el cuello en esos problemas
que los héroes clásicos no padecen jamás…En el cine nos iniciamos en el trato
con estas absurdas figuras de la humanidad, y esa iniciación nos permitió
apreciar después las que ha parido la novela universal, que casi tienen ya
estatura de arquetipos encabezados por el hidalgo de La Mancha, la nunca bien
elogiada Orden de la Triste Figura.
William Shakespeare enriqueció la criatura con sus
“Graciosos”, sus “Fools” inmortales. Y con Leopold Bloom, James Joyce promovió
el hombre absurdo a figura profética. En medio de los dos Fiodor Dostoyevsky
aclaró la cuestión, mejor dicho zanjó la cuestión: ese héroe de la triste
figura y los copiosos líos e impasses, al que el ridículo siempre le pisa los
talones y es el toque final de su atavío, ese tipo o arquetipo, somos nosotros,
somos los hombres ( pronto las mujeres, porque los libros ya arrancan a
poblarse de mujeres absurdas y estrafalarias como era necesario que sucediera).
Un estrafalario (me lo imagino en el cine interpretado por
Ugo Tognazzi) aventajado y sublime es el héroe de la novela La conciencia de
Zeno, de Italo Svevo. Me parezco a Zeno Cosini en la imprecisión del carácter,
en el evadir las decisiones y en dejar que los demás hagan. Solo Salvador
Buenaventura, el protagonista de Las obras infames de Pancho Marambio, de Bryce
Echenique, es más indolente y vacilante que Zeno. Los Zenos no son tal vez
personas que las otras personas amen incondicionalmente y nos preguntamos si
los lectores que aprecian estas novelas habitadas por héroes desprovistos de
cualidades convincentes, de actos ídem, son legión. Pero.. ¿será que eso es la
novela? Confesiones de seres dispares e irreductibles a los lugares comunes del
decoro? Ese ser que tiene más de abstracto que de vital. En la novela trata de
tener su “gran” momento. Es un ser que fracasa en encarnarse con todas la
virtudes y los defectos del ego y de la carne. Los lectores sufrimos con su
desatender la seguridad y la supervivencia, queremos que Zeno deje de fumar,
que conquiste a las más bella de las hijas de Giovanni Malfenti y que deje de ser
hipocondríaco.
Como la de Zeno
Cosini mi vida es un río de peripecias miopes en las que el héroe no se ha
propuesto conquistar el mundo ni modificar su destino, para empezar. Y como
Zeno, para mí actuar es marchar resueltamente hacia la paradoja y la detención
del movimiento. Nuestra virtud protuberante –tanto que permite descartar
cualquier otra-es la conciencia, siempre vigilante y consciente de ese actuar
que no concluye, ni es liberación ni realización. Zeno y yo somos conciencias
sin reflejos vitales como si en las vidas anteriores hubiésemos agotado toda
nuestra capacidad de actuar según fines elevados o lucrativos o románticos.
Zeno se parece mucho a Aleksiei Ivánovich, el héroe de El jugador
(Dostoyevsky). Su destino acaso parta de una educación incompleta, proporcionada
por quién sabe qué mentores, pero seguro no por Séneca o Maquiavelo. Tanto Zeno
como Alexiei ignoran los más elementales principios de la política,
estructurados en torno al carácter necesario del poder (poder personal en este
caso). Se las arreglan para vaciarse de voluntad y celo personal. En sus
tendencias se echan de menos las intuiciones sobre el valor personal y el
imponerlo sobre los demás.
Qué raros, qué raros y qué raro yo que guardo tantas
semejanzas con quienes podrían calificarse de estrafalarios. Otra cosa extraña
es que la literatura esté siempre convocando estas “tristes figuras”. Una
figura paradójica y equívoca es ese José Arcadio Buendía que el célebre Gabriel
García Márquez conjura en su libro famoso y lo retrata en continuo rapto de
imaginación, desdeñando este mundo por quimeras de progreso de la mano de
invenciones poco prácticas que según su fácil imaginación resuelven los
obstáculos a las utopías. Su mujer Úrsula Iguarán nunca perdona a los gitanos
que le inocularon la fiebre por los delirios de los inventores. Seres
unilaterales como la tarántula, como los que recoge en su red fabuladora William Faulkner, ese
rey de los clowns.
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