domingo, 17 de mayo de 2015

Lector infans



Mi comprensión de la novela cobró más carácter desde que mi existencia empezó a revelar un boceto de trama. Previamente, no conseguía aposentarme a gusto en una trama novelesca. También estaba ahí un hiper-narcisismo, que me impedía la objetividad (libertad) necesaria para captar los matices y las estrategias de un narrador, ese personaje que - nos enseñan los narratólogos- es una creación más del autor. Es un gran progreso en la carrera de lector descubrir al narrador, sus maniobras, su temperamento, el timbre de su voz, su personalidad en fin. Si conseguimos la promiscuidad con el narrador podemos sacar el máximo partido de libros en que pesa demasiado su  personalidad, como, por ejemplo, El proceso. Ahora mismo me está funcionando a mí y me adentro en el extraño relato porque me obligo a pensar en quien cuenta, en sus razones, en sus circunstancias.
Los densos personajes de Justine, uno de los libros más famosos del Cuarteto de Alejandría, obedecen al principio de que la existencia humana es la materia prima  de un destino, forma que le es propia y que se va manifestando hasta su plenitud. Me encontré –fetichista yo- en posesión de Justine en un tiempo de mi vida en que era incapaz de concebir la idea de destino, tan literaria, así que me estrellé contra algunos personajes sin poseer el diamante necesario para comprenderlos, aquel joven inexperto que era yo, cuya vida aún no se definía en una forma sugerente, se encontraba inerme frente a aquellas vidas que ya tenían perfiles acabados y que no encontraban un eco en su interior, un interior bastante vacío, sin destino.
Destino tiene también el significado de llegada, fin del camino. En mi entorno familiar y comunitario éramos inocentes de la metáfora que equipara la existencia a un camino, quiere decir que entrábamos a ciertas novelas con un equipamiento improvisado. El camino de la vida es la idea del Bildungsroman, de Las aventuras del ingenioso hidalgo, La divina comedia y otros libros que enfrentábamos como si fueran precipicios en que podíamos caer (un reciente canto vallenato por fin habla de “el camino de la vida”).
En la pre-adolescencia cuando empecé a interesarme en los libros tampoco había una historia nacional que fuera referencia de identidad. Leer el diario era un aprendizaje en el borrado del pasado, lo que había sucedido era un túnel en tinieblas, no nos nutría esa sugerente épica de la Historia, apenas la prestada, la Historia Universal. Esos años sesenta, en Barranquilla, eran planos y recorridos por la levedad y la disipación que nos correspondía dentro del estereotipo del costeño. A pesar de que un costeño había fundado aquella banana republic tan adecuada para los serios personajes del altiplano. Estas duras condiciones no eran las mejores para descodificar Papá Goriot; transité algo cojo por el retablo expresionista e incisivo de la pensión y su repertorio de inquilinos, y pequeños heroísmos y derrotas, presidido por la penetrante y sutil Madame Vauquer, hasta darme de narices contra las minucias de la situación económica, de la contabilidad de los Rastignac, del precario estatus social de las hijas de Papá Goriot y otros cálculos. Mi patria era demasiado insustancial, y como digno hijo suyo yo era un buen salvaje todavía preservado de la carne dura de la novela. La buena noticia es que después de medio siglo, Balzac es completamente transparente. Creo que los nuevos novelistas colombianos sencillamente han disfrutado de mejores condiciones para esa carne novelística, mejores dientes. Se escribe novela porque se sabe leerla. Cuestión de un código, de conocerlo.