domingo, 5 de abril de 2015

Tres formas de la novela colombiana





La alusión caudalosa al repertorio de las prácticas y contextos que caen por fuera de los códigos morales, legales y culturales, tan típica del discurso novelesco, experimentó un gran avance con el ciclo de la novela picaresca española (siglos xvi y xvii). Con relativa rapidez el “género” fue trasplantado en Francia e Inglaterra, y en las tres naciones se fundió el molde del héroe picaresco, molde que sobrevive, que se volvió prácticamente una categoría a priori del entendimiento en la práctica de la novela. Los radicales osarán decir que sin pícaro no existe novela.

Cuando el héroe traspasa los límites impuestos por cualquier código asume el legado del pícaro y traiciona frecuentemente a su estamento social, ya no hay claridad respecto de su estatus y su rol, sin duda es un individuo menos que legítimo, a contravía de la gente “con la cabeza bien puesta”. No se puede descartarlo sin borrar al menos la mitad de la producción novelística mundial. La picaresca es una de las formas de la novela colombiana contemporánea y en forma muy insistente de la más reciente. Es el pícaro contemporáneo, fuera de los límites, en inestable relación con los códigos, y tan delicado y rutinario como Mustio Collado, el nonagenario periodista de los años cincuenta cuya original celebración de cumpleaños es la materia de Memorias de mis putas tristes. En su última novela, García Márquez convoca un espacio de prácticas confinadas en picaresca marginal, solo redimibles desde sus propios términos incompatibles con la propiedad y normalidad de las construcciones dominantes. Se alínea en la venerable tradición. La actitud remite al repertorio de lo picaresco en la novela corta y extensa colombiana y  sus avatares frescos en la nueva praxis de la novela en el país, en los cuales el sujeto descolocado socialmente de la picaresca, ha dejado de ser externo y se ha interiorizado en análogo proceso al cumplido en la novelística europea y estadinense (en lo cual venían ya, en América Latina, autores como José Donoso, Bryce Echenique, Jorge Amado y seguramente otros más). Los pícaros que nacieron hace quinientos años en España son los antepasados de los individuos marginales que asoman en la novela Los hermanos Cuervo. Su autor Andrés Felipe Solano acaso los conjura según el tipo mil veces conjurado por la novela norteamericana (también el cine), el disidente visceral de valores y discursos dominantes de la sociedad en que sobrevive como un elemento extraño, sin asimilarse, situación que le permite desplegar la crítica cultural y deconstruir la hegemonía. Una segunda forma que asume la nueva novela colombiana es la parodia.

Los novelistas sin el discurso paródico quedan reducidos a la mitad. En los muelles de la parodia se apoya Franz Kafka para darnos a conocer el alma del subgerente de banco que amanece un día atrapado en un expediente judicial tan laberíntico como esa misma alma. El proceso pone en marcha los códigos de la novela pero en clave de parodia, doble juego y juego de desdoblamientos con antecedentes tan ilustres como La vida del caballero Tristram Shandy. Admirable artefacto cultural, la parodia multiplica sus avatares en el desarrollo reciente de la novela en Colombia.

En Tres ataúdes blancos la novela es brillante parodia de sí misma, parodia de la enunciación novelesca que nos permite seguir al autor en su crítica cultural demoledora de los rituales de la democracia mecanicista, y también disfrutar de una suerte de parafilia literaria ejecutada con tal derroche que llegamos a preguntarnos sobre los alcances y limites de la escritura. Como en El proceso, la parodia es creación paralela al moldeamiento del héroe, el máximo producto de la práctica de la novela como arte específico (Tres ataúdes blancos es un libro que todo “proceso electoral” siempre evocará, en el fondo es un ensayo sobre esas huecas ceremonias en democracias que solo lo son de nombre). En el sorprendente desarrollo reciente de la ficción novelesca en Colombia sobresale el dominio de los códigos de la parodia en muchos libros, sus autores son conscientes de que es una cuestión de un delicado equilibrio ganado a costa de un forcejeo con el lenguaje, con su atavismo por la mímesis, por el entrar siempre en la paradoja de la ilusión.

Las perversiones paródicas nos incitan también en los libros de Ramón Illán Bacca y Pedro Badrán, La mujer barbuda y Un cadáver en la mesa es mala educación. En el primero se nos invita a un festín a costa de atmósferas y situaciones derivadas con riesgo de la parafernalia del folletín, pero todo el ejercicio incluye traducir en parodia los mecanismos del novelar en un giro perverso. Reencontrarse con la mujer barbuda (esa fantasía que se resiste a abandonarnos), en sorpresivo tránsito por varias capas de lenguajes y metalenguajes.  El objeto del calco paródico en el libro de Badrán es la novela negra y sus prácticas discursivas. Con engañosa desenvoltura, quien mueve los hilos del relato parece ser un consentido de la musa de la novela o un extremo estudiante de sus gamas y estrategias. La intriga policial al parodiarse se convierte en un juego de espejos sofisticado en el que no falta el humor abracadabrante y negro. Sálvame Joe Louis, de Andres Felipe Solano es otro alarde de la nueva novela colombiana que no niega su linaje en el remedo virtuoso de los rasgos puros de la novela negra. En manos de una cohorte de autores iniciados en sus misterios, la parodia es una segunda gama de la “novelesca”, en que los autores colombianos ejercen confortablemente.

La tercera gama es la de la confesión. Novelas planteadas como confesiones de sus personajes, logradas con penetración en sus motivos, plasmadas a partir de reconocer la libido que impone necesidad y finalidad a esos motivos inalienables, confesiones tan demoledoras como la canónica de Juan Pablo Castell en El túnel. La confesión de Pepe Calderón en la novela Autogol, de Ricardo Silva Romero, aprisiona desde el arranque hasta el final; es la confesión que cualquier colombiano podría asimismo suscribir, es recorrido por el repertorio de regresiones infantiles, golpes de genio, recursos de supervivencias, adaptaciones ad infinitum, regresiones infantiles, imaginario kitsch, atavismos y polaridades del colombiano, repertorio behaviorista que sumado produce las grandes presiones morales y alienaciones que lo desgarran y lo llevan a paroxismos autodestructivos. Recorrido no exento de ternura, novela de madurez, envoltura de un héroe que no es menos shakesperiano por comer bandeja paisa y por los sonoros acordes de su camuflaje sentimental. Pepe Calderón, escribiendo su confesión, convaleciente de los estragos realizados por un sicario que por segundos se le adelantó a él cuando se aproximaba a disparar y le libró de convertirse en asesino, es uno de los personajes más acabados de la literatura colombiana, gracias a que su creador conoce las formas de la confesión novelesca.
En el deshielo de la novela colombiana estas tres categorías sobresalen. Los autores a que me he referido seguramente apenas configuran una muestra representativa; no están solos; a su lado hay más en esta Colombia que opta por la novela sin ingenuidades, menos inocente que antaño, más perversa . Distribuirlos en estas tres ramas es una forma de disfrutarlos más, pero de ninguna manera obviamente da cuenta de la riqueza de su creación. Es una lectura, también una estrategia del crítico para transitar las perversiones del metalenguaje.