- Un hombre que hacía música como se hacen sillas mecedoras, José Barros, autor también de Las Pilanderas y Momposina. Celebrando cien años de su natalicio-
La autoridad
para hablar del hombre singular que puso a cantar un gallo en el pentagrama me
viene de haber bailado, preso de un sentimiento indescriptible, las cumbias y los
porros que echó al mundo. En casas del vecindario y clubes sociales cuando
empezaban los acordes de las composiciones de Jose Barros no podía reprimir las
ganas de bailar, y no me arredraba el hecho de no ser el gran bailador. Y bailé
esas canciones hasta que las orquestas se cansaron de tocarlas y grabarlas y
tuvieron que morir los grandes cantantes que las interpretaban a todo pulmón,
sabiendo que el pueblo las amaba.
Hay que
mencionar a una linda cubana, Ninón Sevilla, para meternos en situación respecto
del genio de nuestro gran compositor. Ninón Sevilla en giro típico de folletín
escapó de un convento en La Habana y empezó una carrera de rumbera, cantante y
actriz. Son los años cuarenta. A las manos de un destacado músico mexicano han
llegado las partituras de El Gallo Tuerto. Y las mismas manos producen un
arreglo sensacional que pone a bailar todo el año a la juventud mexicana. Los
productores de cine de México filmaron una película basada en las piernas de
Ninón Sevilla, su voz y el poder de seducción de una melodía y una letra que
poseen el gancho de un pregón de barrio, comparable al que entonan las negras
que todavía gritan sus esferas de maíz, caramelo, coco y ajonjolí: “Alegríaaaa
con cooco y aní, señora compreme a miii” (se teme por la extinción de estas
hadas de ébano, contra ellas conspiran hasta las dietas y regímenes que
garantizan esos hermosos cuerpos que en la era digital todos quieren tener).
Dice, el
trovador de El Banco, departamento del Magdalena, de su animalito:
“Lo traje de
Chimichagua, en El Banco se murió/ pobre mi gallito tuerto, la peste me lo
mató” “Se murió mi gallo tuerto/ qué será de mi gallina…/a las siete ‘e la
mañana, me cantaba en la cocina…/Ay cocoroyó mi gallo tuerto/ ay cocoroyó, en
la cocina”. Hombre que hace un duelo público por su compañero avícola es una
escena que se anticipa a la alucinante atmósfera de Macondo que otro genio del
Caribe, Gabriel García Márquez, habría de plasmar. Lo alucinante es eso, y
nunca pasó ni pasará en otra parte fuera de Macondo: que se muera un gallo y su
amo sin ninguna inhibición llore su muerte para que se entere todo el mundo. A
los noruegos y los suecos les causa asombro que el coronel entrado en años
hable con el gallo que dejó su extinto hijo en la novela El coronel no tiene
quien le escriba. A nosotros sus coetáneos caribeños no, porque tal vez la
canción de Jose Barros, escuchada miles de veces, ya era una introducción a
Macondo y su capacidad de acoger en su territorio tantas cosas de la vida que
son así porque sí y porque tan ocupados estamos en vivirla que es cosa de locos
ponerse a explicarlo.