viernes, 10 de julio de 2015

Salsa cultural / Un año sin Gabo; el loco Cacanegra; La oculta.



“Un año sin Gabo”, ¿sobre cuáles premisas se enuncia una frase así? ¿A dónde se fue Gabo? Pero si está más cerca que nunca en sus libros. Su presencia espiritual no ha disminuido con su ausencia física. “Un año sin Gabo” fue el lema de la feria del libro, un evento cada vez menos trascendente, que podemos conservar para que los editores de toda laya se sientan importantes. El lema ha debido ser: “Gabo, qué muerto más vivo”.
Necrofilia fue la feria del libro, bajo el lema “un año sin Gabo”, que el mismo evento invalidaba . Durante quince días, eso, “Gabo”, fue el pretexto para la senilidad y el narcisismo in fraganti, no se dijo nada novedoso  ni fresco  en el espacio maquillado como “la gallera de Macondo”, por el que desfilaron un buen centenar de grises sacerdotisos y ahítos burócratas culturales. Un opíparo banquete cultural en:
-un país que no ha detenido su descomposición política y social.
-una guerra que describe una nueva y más comprensiva espiral.
-un país cuyo estado es un estado capturado por redes criminales, según varios libros que estaban en venta en la feria.
-Un país que está peor que cuando Gabo vivía sus últimas semanas y que el pobre no reconocería si despertara del sueño eterno.
Para que nos traguemos esta guerra se nos ofrece salsa cultural en porciones cada vez más generosas, y tiene sentido: la cultura disimula la guerra, maquilla la vida, esconde sus llagas, sus várices. A nivel micro, sucede lo que sucede a nivel macro en el planeta: guerra creciente y desbordante, cada vez más despiadada y a un costo que nunca se podrá amortizar, acompañada de una inflación cultural, celestina de la agresión, de la violación del derecho internacional, de las campañas bélicas contra estados que tienen la desgracia de poseer recursos naturales de gran valor estratégico para las corporaciones mercantiles que han secuestrado al planeta. Destrucción y montañas de cadáveres, novelas de mil páginas, exquisitas películas, temporada de teatro, lanzamientos de verano, violas y contrabajos desatados en Salzburgo o donde quiera, ordenadores furiosos construyendo libros e imprentas regurgitándolos en implacable guerra contra el silencio.
De la misma forma como tecleaban las máquinas de escribir hace setenta años, cuando las cámaras de gas de Treblinka y Auschwitz adormecían a cientos de miles. Ningún pintor ni escritor declaró un cese de actividades hasta que se cesara el exterminio. No se detuvo la producción de escoria culta y belleza formal. Se preparó todo el tiempo la buena salsa cultural que hace más sabrosa la carne de tercera de la realidad. Un ejemplo concreto: mientras en Colombia cada nuevo día escandaliza al precedente en materia de crímenes e infamias, no dejaron de escribirse novelas, sus autores no entraron, como expresión de repudio, en cese de actividades. En mi mesa tengo dos, La oculta, de Héctor Abad Faciolince, y El libro de la envidia, de Ricardo Silva Romero.
Luego hablaré de los malabares estilísticos de Abad. Como obertura digamos que no soy quién para tolerar la saga familiar antioqueña clonada de El olvido que seremos. No tengo la templanza ni la mansedumbre entre mis virtudes. De manera que cuando percibo que se trata de otro clan paisa de buena casta el que asoma, casi me cago en la mar. Sí señores, lo toman o lo dejan, son tres hermanos, cuya más profunda prueba de que se trata de antioqueños es que son propietarios de una finca. Los mismos que nos desconcertaron por su extraño comportamiento en El olvido que seremos, sólo que el chico en el nuevo libro es marica.
El logro es el mismo del primer libro: la memoria correcta de la familia correcta (léase, de buena cepa) que todos los paisas sueñan ser y luchan por ser, hasta Pablo Escobar y El Alemán. Un retrato de familia, fotografía del album familiar, todos los peinados correctos, todos blanquiñosos, todos bautizados y todos bien “titinos”. Y lo titino se le contagia al ejercicio de caligrafía de Abad, es una novela titina, una novela que no es como las novelas de Antonio Ungar o de Evelio Rosero, sobre tipos desadaptados, de lenguas viperinas y un sarcasmo que daña la digestión y que se explica porque esos diablos no poseen una finca, ese aditamento tan decisivo en una vida. Recapitulando, el primer lunar es que Abad reitere el tema de la familia y lo reitere a través de los mismos motivos que agotó en El olvido que seremos. Pero qué digo, ningún lunar, ni mucho menos un primer lunar, La oculta es la reiteración de los resabios de Abad como escritor y como personalidad. Una personalidad que se arriesga a ignorar la tradición de la novela, dentro de su peregrina idea de que está muy bien ser una tabula rasa porque así uno es de dónde es (de Antioquia, de América Latina) y no una mala copia del arquetípico novelista europeo. Lo mismo que un niño que escribe novelas de niño porque eso es preferible a que escriba pálidas imitaciones de novelas de adulto. La oculta va a ser un libro que no vamos a leer de un tirón, no nosotros, porque para nosotros el tema de la finca raíz rural es análogo al del fisicoculturismo, no los entendemos, sólo entendemos que arrebata quizás a la mitad de la población colombiana (desde Jorge Isaacs: su momificada novela versa también sobre una finca). Las primeras sesenta páginas son planas, una llanura uniforme que no perturba ninguna salida de tono, circunscrita a los datos anodinos de la relación –para mi aberrante-de dos mujeres y su hermano- con un predio rural. Ahora el plano del significante: un significante que arrulla, el aspecto en que Abad se compromete cueste lo que cueste. No pule un verso pero si pule los párrafos o los balancea para obtener esa cadencia arrulladora, que para mí procede de García Márquez (de quien acaso también procede la fijación en la familia). El 70 por ciento de su oraciones es un acorde de dos componentes sintacticos, cuya sucesión en los párrafos sugiere un vaivén arrullante, una lectura entrecortada y sin riesgos, (cucharadas de mazamorra reconfortante). Es la labor en que se emplea a fondo el autor. Sospecho que en este arrullo tan bacano también se apoyan otros autores que venden bien para los parámetros colombianos. Pero bueno, ¿no ha sido siempre la fórmula?, que te arrullen, que te pongan en un estado de sopor.
El libro de la envidia también lo he andado aproximadamente por sesenta páginas que me hacen salivar por las 460 páginas que restan. Alcanzo a percibir un punto de vista de densa textura, pero paradójicamente absorbente: un narrador que expone su asunto, bastante inesperado, como en las tinieblas de un teatro “negro”, que se desliza en las voces de las máscaras con maestra sutileza en los trámites enunciativos. Las sesenta páginas alcanzan para hacernos “fan” del Loco Cacanegra, figura familiar de las calles bogotanas de 1896, pocos años antes de la guerra de los Mil Días. La atmósfera goyesca de la ciudad y el exorcismo del espíritu de la ciudad que entonces ya se graduaba de infierno a nuestra medida, también nos exhortan a continuar, y a servirnos abundantemente de la fuente de salsa cultural, echarla sobre la carne dura de la miseria que pasa por la ventana y por el televisor. Presumo que también se esconde en estas páginas un debate necesario sobre esa cosa: la novela histórica.
Se ha mencionado en este texto la palabra necrofilia, y volvemos con ella porque vale la pena apuntar que La oculta también es un sistema de alusiones a los muertos, un síntoma de necrofilia, una liturgia funeraria, un libro en que los muertos son más importantes que los vivos. La familia que se presenta en La oculta reitera con constancia su pacto con los muertos y en esos rituales la vida hacia adelante se esfumina. El autor dedica un pasaje a la evocación de las artes funerarias de la hermana mayor: es quien “arregla” los muertos, con inyecciones y maquillaje para que se vean titinos en el cofre. Bajo este aspecto, promete mucho una descodificación en clave de psicoanálisis que nos permita profundizar en la inquietante personalidad del autor.