jueves, 26 de febrero de 2015

Muelles y piñones de la narcoliteratura



Viéndolo bien, un leitmotiv de El testigo, de Juan Villoro es la soledad de los mexicanos. Incluyendo la soledad del mismo Juan Villoro, su soledad como Shakespeare de su país, y la misma en que está sumido Julio Valdivieso, parsimonioso y voyeur, pastiche de héroe shakespeariano. Y un círculo vicioso que hay allí porque no importa que haya transcurrido medio siglo desde que Octavio Paz denunciara la soledad del mexicano, y eso sí que es trágico porque entonces la soledad no produce sino más soledad. La parálisis de la historia. La tautología, en El testigo todos los personajes son llamas de soledad instalados en infiernos privados. Se diría que se adaptan de tal forma a sus infiernos que poco importa que a México se lo lleve el diablo, el Narco.
El libro de Villoro, si bien es literatura deslumbrante y le ha salido del corazón es narcoliteratura. Pertenece al universo extenso y proteico de un discurso que nombra, asumiendo una gran variedad de tipos, al narcotráfico y al nombrarlo no produce claridad ni plantea el problema real sino que mistifica el fenómeno. Una de las formas de distorsionar los hechos es comprenderlos como tragedia, no es sino llamar Tragedia a los resultados del atraso mexicano o latinoamericano para obtener cierta paz de conciencia. El narco es el último avatar del atraso histórico. En este momento la industria de los estupefacientes está presente en todos los países de Latinoamérica, sino en todos, en algún eslabón de la cadena del negocio (el eslabón final es el blanqueo y la inversión de los recursos). Probablemente, la misma industria cultural esté mediada por este “negocio”, del cual provienen tantos fondos y tantas inversiones tras el buen desempeño económico de la región. La economía no pide certificados de buena conducta al dinero, que es su sangre.
Lo de arriba quiere decir que la narcoliteratura no es nada exótico ni inexplicable. Aunque algunos ñoños se estremezcan, toda economía produce su arte y su literatura, y aún su religión, su filosofía y su ciencia. ¿Quiénes la leen? Son muchísimos más que los lectores de los últimos veinte Premios Nobel de literatura. Este holgado público es la fuerza que sustenta la narcoliteratura y que las empresas editoriales ni cortas ni perezosas mantienen bien alimentado. ¿De dónde salió esta gente? Una estructura Narco es muy similar a una empresa familiar exitosa, para empezar las personas que tienen empleos en estas empresas tienen necesidad de leer estas sagas del Narco por simple contigüidad con sus intereses inmediatos. Pero realmente para empezar, los principales lectores de estos ciclos narrativos narco son los mismos jefes de las estructuras narco, los capos.
Podemos imaginarnos a tres o cuatro narco-poderosos sintiéndose, no sin vanidad, que son el modelo en que se basó Juan Villoro para plasmar el narco-villano de El testigo. Es universal, todo poderoso y todo villano disfruta leyendo las historias fabulosas que tantos amanuenses construyen sobre sus hazañas y sobre su recia personalidad. Y los subalternos tienen que leer lo que lee el jefe, y muchos también lo disfrutan. El jefe no es cabeza de ratón. Es un personaje, se escriben sus hazañas como las de Asurbanipal y las de Mío Cid. La narcoliteratura también brinda a los narcos, a su entorno, a sus empleados altos y humildes, a sus parientes y deudos y clientela, cierta visión de la importancia, de la escala, de lo histórico de la industria en que militan, como a los ingenieros les puede halagar todo lo que se diga de la industria del petróleo o del acero o del carbón. Quiere decir muchos lectores, en todo el mundo hispano-hablante. En Colombia se lee con fruición todo eso: revelaciones sobre capos extraditados o muertos, peligrosamente parecidos a Calígula o a César Borgia, sus torrenciales y tórridos amoríos con espeluznantes modelos y reinas de belleza, sus guerras contra la competencia, sus traiciones, sus gustos especiales, su gastronomía y la engañosa dignidad de sus progenitores y sus consortes legítimas. Se lee con fruición la fábula en la que el político de turno se convierte en su aliado y asesor o en la que alegres oficiales de las fuerzas armadas también asesoran y prestan servicios especializados. En otras historias quienes hacen negocios con ellos son muy dignos banqueros e industriales, locales y globales. Con cómica rapidez todas las fórmulas narrativas de la narcoliteratura pasan a la televisión. Es una industria cultural.
La masiva industria de la narcoliteratura explota la estereotipada noción de que el Narco viene de afuera y no de dentro de estos países latinoamericanos que en el fondo –según dicha noción- suscriben la ética protestante del trabajo (Weber). El Villoro colombiano es Juan Manuel Vásquez, ¿Quién no lo conoce? Para el grupo Prisa es sencillamente un prospecto de Premio Nobel. Su novela El ruido de las cosas al caer, con inquietante parsimonia cuenta que la Tragedia Narco, capítulo colombiano, se gestó gracias a la laboriosa colaboración entre un gringo cuerpo de paz y actitud hippie y un bogotano de pedigree piloto de avión, para enviar canabis a Estados Unidos de América. Un aporte más al corpus narcoliterario. En la comparación, el que gana es Juan Villoro, quien logra el parto de una novela y no la confección de un pseudo reportaje periodístico (también este género hace parte de la narcoliteratura). La imaginación del mexicano es más poderosa, el libro del colombiano tiene ademán perezgaldosiano. Por la linealidad de su construcción es pan comido para todo ese público lector que hemos intentado describir. En cambio, y por fortuna, El testigo hará que los narcos y toda la industria narcocultural y sus cuadros y empleados y clientela se pregunten sino deben aprender más a leer. Creo, sin embargo, que de haber elegido comedia en vez de tragedia, Villoro hubiera escrito una obra maestra.