Viéndolo bien, un leitmotiv de El
testigo, de Juan Villoro es la soledad de los mexicanos. Incluyendo la soledad
del mismo Juan Villoro, su soledad como Shakespeare de su país, y la misma en
que está sumido Julio Valdivieso, parsimonioso y voyeur, pastiche de héroe shakespeariano.
Y un círculo vicioso que hay allí porque no importa que haya transcurrido medio
siglo desde que Octavio Paz denunciara la soledad del mexicano, y eso sí que es
trágico porque entonces la soledad no produce sino más soledad. La parálisis de
la historia. La tautología, en El testigo todos los personajes son llamas de
soledad instalados en infiernos privados. Se diría que se adaptan de tal forma
a sus infiernos que poco importa que a México se lo lleve el diablo, el Narco.
El libro de Villoro, si bien es
literatura deslumbrante y le ha salido del corazón es narcoliteratura.
Pertenece al universo extenso y proteico de un discurso que nombra, asumiendo
una gran variedad de tipos, al narcotráfico y al nombrarlo no produce claridad
ni plantea el problema real sino que mistifica el fenómeno. Una de las formas
de distorsionar los hechos es comprenderlos como tragedia, no es sino llamar
Tragedia a los resultados del atraso mexicano o latinoamericano para obtener
cierta paz de conciencia. El narco es el último avatar del atraso histórico. En
este momento la industria de los estupefacientes está presente en todos los países
de Latinoamérica, sino en todos, en algún eslabón de la cadena del negocio (el
eslabón final es el blanqueo y la inversión de los recursos). Probablemente, la
misma industria cultural esté mediada por este “negocio”, del cual provienen
tantos fondos y tantas inversiones tras el buen desempeño económico de la
región. La economía no pide certificados de buena conducta al dinero, que es su
sangre.
Lo de arriba quiere decir que la
narcoliteratura no es nada exótico ni inexplicable. Aunque algunos ñoños se
estremezcan, toda economía produce su arte y su literatura, y aún su religión,
su filosofía y su ciencia. ¿Quiénes la leen? Son muchísimos más que los
lectores de los últimos veinte Premios Nobel de literatura. Este holgado
público es la fuerza que sustenta la narcoliteratura y que las empresas
editoriales ni cortas ni perezosas mantienen bien alimentado. ¿De dónde salió
esta gente? Una estructura Narco es muy similar a una empresa familiar exitosa,
para empezar las personas que tienen empleos en estas empresas tienen necesidad
de leer estas sagas del Narco por simple contigüidad con sus intereses
inmediatos. Pero realmente para empezar, los principales lectores de estos
ciclos narrativos narco son los mismos jefes de las estructuras narco, los
capos.
Podemos imaginarnos a tres o cuatro
narco-poderosos sintiéndose, no sin vanidad, que son el modelo en que se basó
Juan Villoro para plasmar el narco-villano de El testigo. Es universal, todo
poderoso y todo villano disfruta leyendo las historias fabulosas que tantos
amanuenses construyen sobre sus hazañas y sobre su recia personalidad. Y los
subalternos tienen que leer lo que lee el jefe, y muchos también lo disfrutan.
El jefe no es cabeza de ratón. Es un personaje, se escriben sus hazañas como
las de Asurbanipal y las de Mío Cid. La narcoliteratura también brinda a los
narcos, a su entorno, a sus empleados altos y humildes, a sus parientes y
deudos y clientela, cierta visión de la importancia, de la escala, de lo
histórico de la industria en que militan, como a los ingenieros les puede
halagar todo lo que se diga de la industria del petróleo o del acero o del
carbón. Quiere decir muchos lectores, en todo el mundo hispano-hablante. En
Colombia se lee con fruición todo eso: revelaciones sobre capos extraditados o
muertos, peligrosamente parecidos a Calígula o a César Borgia, sus torrenciales
y tórridos amoríos con espeluznantes modelos y reinas de belleza, sus guerras
contra la competencia, sus traiciones, sus gustos especiales, su gastronomía y
la engañosa dignidad de sus progenitores y sus consortes legítimas. Se lee con
fruición la fábula en la que el político de turno se convierte en su aliado y
asesor o en la que alegres oficiales de las fuerzas armadas también asesoran y
prestan servicios especializados. En otras historias quienes hacen negocios con
ellos son muy dignos banqueros e industriales, locales y globales. Con cómica rapidez
todas las fórmulas narrativas de la narcoliteratura pasan a la televisión. Es
una industria cultural.
La masiva industria de la
narcoliteratura explota la estereotipada noción de que el Narco viene de
afuera y no de dentro de estos países latinoamericanos que en el fondo –según dicha
noción- suscriben la ética protestante del trabajo (Weber). El Villoro
colombiano es Juan Manuel Vásquez, ¿Quién no lo conoce? Para el grupo Prisa es
sencillamente un prospecto de Premio Nobel. Su novela El ruido de las cosas al caer, con inquietante parsimonia cuenta que
la Tragedia Narco, capítulo colombiano, se gestó gracias a la laboriosa
colaboración entre un gringo cuerpo de paz y actitud hippie y un bogotano de
pedigree piloto de avión, para enviar canabis a Estados Unidos de América. Un
aporte más al corpus narcoliterario. En la comparación, el que gana es Juan
Villoro, quien logra el parto de una novela y no la confección de un pseudo
reportaje periodístico (también este género hace parte de la narcoliteratura).
La imaginación del mexicano es más poderosa, el libro del colombiano tiene
ademán perezgaldosiano. Por la linealidad de su construcción es pan comido para
todo ese público lector que hemos intentado describir. En cambio, y por
fortuna, El testigo hará que los narcos y toda la industria
narcocultural y sus cuadros y empleados y clientela se pregunten sino deben
aprender más a leer. Creo, sin embargo, que de haber elegido comedia en vez de
tragedia, Villoro hubiera escrito una obra maestra.