viernes, 30 de enero de 2015

La noveleta del Caribe colombiano y La muerte del obrero de Paul Brito



Del Caribe colombiano siempre se agradecen las buenas noticias, y este libro lo es. Es claro como signo vital, como indicio de que allá la literatura no se muere o se momifica, resiste a pesar de la guerra y la pobreza y la industria cultural. La muerte del obrero (Paul Brito, Barranquilla, 1975), como Un cadáver en la mesa es mala educación (Pedro Badrán, Magangué, 1960), hace seis años, como La sexualidad de la pantera rosa (Efraim Medina Reyes, Cartagena, 1967), hace doce años, es, repito una buena noticia, y por las mismas razones.
Es refrescante que lo que sale del Caribe colombiano por fin carezca de complejos frente a García Márquez: libros como los mencionados (y otros más estoy seguro) anuncian autores que han hecho su aprendizaje y han construido la actitud que conviene adoptar frente al fabulador arquetípico. Coinciden también los tres en la elaboración de una teoria personal sobre la realidad del Caribe. Es fundamental para el escritor negociar su arte con la realidad, qué estatus tendrá como ingrediente de su imaginación. Esta negociación es un aspecto axial de La muerte del obrero.
En el mismo comienzo del relato se da una pista orientadora. “De niño lo que más me gustaba era desarmar electrodomésticos, crear con piezas sueltas nuevos artefactos, inventar mecanismos con cuerdas y poleas para abrir la puerta o encender la luz.” A medida que nos adentramos en el texto, la clave adquiere mayor importancia. Tenemos entre manos un artefacto para salir del encierro, una artefacto liberador e iluminante, confeccionado con las piezas recabadas tras el desmonte de un previo mecanismo que no es otro que aquel tipo de relato en que prima la ejecución y la gracia formal, alrededor del “verosímil” establecido (dominante).
El electrodoméstico que Paul Brito despieza es ese relato en que la “inventio” tiene que compensar por los vicios de la realidad, en que gran parte del oficio consiste en transfigurarla, en dotarla de un aura con el resultado de la levitación de todos los implicados el tiempo que dura la enunciación, tras el cual la pompa de jabón coquetamente estalla y termina la “illusio”. Una forma de desactivar “inventio” e “illusio” es acentuar las junturas y las rupturas del relato. Estas cesuras, por otro lado, estimulan la participación del lector o receptor: en él se replica este destructor-creador de relatos. Entre líneas, aquí se lee también que el autor es experto en esas fábulas de perfecto mecanismo. De su destrucción creadora surge La muerte del obrero.
El “verosímil” dominante también se despieza. La atmósfera “caribe” de comunidad-útero-grey plegada a las prioridades de los sentidos y el calor colectivo se desdobla en sus parte constitutivas y se rearma como una distopía en que se acalla el bullicio caribeño, se ausenta la fraternidad étnica y se acentúa la depredación intraespecífica, no se funda un Macondo fraterno se describe un ghetto litoral de invisibles alambradas que aprisiona a sus inquilinos. Otra pieza que irrumpe con nueva voz es el autor, ahora se distancia de su rol de delicado portavoz de la magia y hace guiños, se atreve a presentar dudas y mala conciencia. En la página 14, un amigo ganador de concursos de cuento le suelta la siguiente confesión: “…me di cuenta de que escribir no era lo mío: lo hacía para complacer a mi profesora, a mis compañeros, a mis padres, a todos menos a mí. Completé un libro de cuentos, sí, pero me sentía hipócrita. Sentía que estaba viviendo la vida de otro…” La muerte del obrero es producto del momento crucial en que un narrador intuitivamente se desgarra de su artificio para explorar otras posibilidades, más allá del conformismo con el éxito, abraza la realidad insatisfactoria y los nuevos experimentos que practica son diversos, no la hacen más poética, o si lo hacen es según una nueva poética que admite la pobreza de la realidad y puede dotarla de sentido.

La realidad insatisfactoria

Un tipo de relato es el relato-visión, la labor agonística por fijar una visión a partir de intuiciones que se extraen de la conciencia profunda, La muerte del obrero es un ejemplo. Tiene un sabor profético y apocalíptico. Tiene la aspereza de las visiones proféticas, dice cosas inoportunas, que sacuden, que denuncian. No dice lo que sus destinatarios quieren escuchar, no arrulla la conciencia. Esta visión contradice la imagen del Caribe colombiano como un espacio al margen, acotado por pulsiones eróticas y creadoras, preservado de las contradicciones sociales, recorrido por  el “ingenio popular”, inclusivo, de códigos transparentes. Especialmente es una historia de individuos excluidos, retenidos en un campo de concentración. La ciudad se lee en esta historia como un campo de concentración. En esto se parece a los espacios de los relatos de Franz Kafka, en los cuales la vida se somete a vigilancia y castigo (Foucault).
De todos modos, fiel a su arraigo caribe, el apocalipsis se enuncia en clave cómica. Es una paradoja, en el fondo la comedia lejos de ser un discurso menor y ligero es una mención muy seria y consecuente del mundo. La literatura más actual se escribe bajo el signo de una comedia recuperada, re-descubierta,  de un texto que cuestiona profundamente los metarrelatos dominantes. En El nombre de la rosa, Umberto Eco alude a la cualidad provocadora de la comedia, especulando con un hipotético estudio sobre la misma atribuido a Aristóteles, que algunos monjes de la abadía medieval en donde transcurren los hechos han descubierto, y leen, pero a riesgo de sus vidas, pues son asesinados por un anciano colega para quien las burlas y las bromas son armas del diablo que alejan de la humildad y de la piedad. Los códigos de la comedia son otra pieza más del artefacto en La muerte del obrero y afloran en el sendero de la narración con sus lecturas dobles, sus anversos y reversos, su relativización de los absolutos y las reglas. El héroe se da a conocer en los “gags” que arman la arquitectura cómica del texto. Como en el universo de Chaplin no sobrevive quien resiste el mecanismo de la broma. Si la existencia es una broma metafísica el rol correcto es el de colaborador en la burla.
Otra pieza que Paul Brito emplea en la construcción de su fábula es el diario, texto que se escribe para uno mismo, esbozo de las confesiones y especulaciones del autor, ascética y disciplina del lenguaje que en el diario debe buscar los hechos y la verdad en toda su transparencia. No sólo el héroe, Fabián Roca, lleva un diario en tres cuartas partes de la narración sino que en general emplea el tono confesional del diario, su distancia de las maromas de estilo o de los alardes del oficio narrativo. Como en el diario, se permite que la narración se contamine de las circunstancias peregrinas y nada heroicas de la cotidianeidad plana y mediocre. Aunque no parezca a simple vista este libro tiene en los jóvenes sus receptores más indicados, pueden confrontar, leyéndolo, los problemas que encierra su mundo, el mismo de Fabián Roca, que arranca su narración en el momento en que tiene que interrumpir sus estudios universitarios, y debe rondar los veinte o veintiún años. En La muerte del obrero es vertical la sensación de vacío y de absurdo típica del joven en un entorno que le acosa para que deje de ser un individuo y se vista, entre más pronto mejor, uno de los tantos roles literales disponibles para los jóvenes sensatos, es la opción más clara: ser el rol, no desempeñarlo simplemente sino serlo. Fabián Roca es un individuo que huye hacia atrás, entre roles que buscan reducirlo a la mínima expresión. Es el drama, por no decir tragedia, de los jóvenes en el Caribe colombiano y en todo el mundo. (edita Collage editores, Bogotá, 2014)
Nota: la reproducción total o parcial de este texto sin autorización del autor constituye violación a los derechos de autor.

lunes, 5 de enero de 2015

No necesitamos más



Al nuevo piso de madera de Ligia, nueva prueba de su buen gusto (sí, esa cosa todavía existe, sobre todo entre estas mujeres histéricas), se ha consagrado una buena media hora. Es totalmente cierto, la mujer es experta en la disciplina de la decoración, todos los cacharros y cachivaches están entre sí concertados. Por eso será que vive sola, se sabe que este tipo de decorado aguanta poco el abuso humano. Tan brillante Ligia, nuevo piso de madera coincidiendo con su aniversario. Puede sentirse a metros la elación que la embarga. Henos aquí toda la familia, todo el matriarcado convocado alrededor de nuestra religión fetichista.
Se puede decir que la califa de esta religión es la abuela, convertida ella misma en una especie de ídolo con sus trece cirugías, sin edad, con sus lentes de contacto color azul y sus grotescas pestañas postizas. Ligia es la sacerdotisa principal. Mi mamá y Samanta son las ayudantas del templo. Las legendarias Salcedo.
“Estoy tan golpeada con la muerte de Dino Martin”. Esperábamos la historia, y la abuela ha arrancado. “Qué falta vas a hacer, Dino. Eras uno de los últimos gentleman que quedaban en Bogotá. Niñas estoy hablando de la era dorada en que todavía había, televisión decente, políticos decente. Y la música era verdadera música no estos tétricos sonidos que se escuchan hoy en día. Dentro de ese tipo de música de verdad, Dino Martin figuró en primera fila. Brindemos por el artista, te has marchado para  siempre, pero siempre estarás en nuestro corazón. Por favor Adela…”
Mamá arrimó al computador y selecciónó el archivo de Dino Martin y la sesión comenzó con su éxito más sonado “No necesitamos más…si cuando estoy junto a ti…mi corazón corre veloz…y el oxígeno es una droga…que te hace ver más hermosa…no necesitamos más…” Las lagrimas que vertieron los ojos de Dora Salcedo Estela, mi abuela, la califa de la religión Salcedo, tan gordas como unas babosas, me inquietaron un poco. Me reí nerviosa y Ligia me hizo cara de regaño. La abuela ahora gemía y plañía. Muy modosa saqué mis kleenex y se los pasé, sin dejar de emitir mi risita nerviosa. Se puede llorar con lentes de contacto, acababa de descubrir. “No necesitamos más…con tu amor de plato principal…con una rosquilla me acabo de llenar…en el invierno con tu aliento…no siento frío, eres mi abrigo…no necesitamos más…tan grande es este amor nuestro…que aprendo a vivir sin lujos ni adefesios…” Todo en un arreglo de balada bastante sencillo, pero suficiente para que mi madre se sume al plañir de mi abuela y a Ligia y Samanta se les humedezcan las pestaña postizas.
Dino Martin, un profeta de la religión Salcedo, estilo pop hispano de los años sesenta, muy parecido al argentino Leo Dan. La abuela extrae de una bolsa que ha traido el empaque de un disco de acetato impreso con el rostro varonil, los labios sensuales, la nariz proporcionada y los ojos intensos bajo mechones de negrísimo pelo, de Dino Martin en la época en que pensaba que la historia de la humanidad culminaba en su persona. “Sin duda era un hombre atractivo”, adelanta Ligia, perfecta sobre su piso de madera nuevo.