sábado, 5 de diciembre de 2015

El pensamiento colombiano se asila en la novela



Hay un pensar que podemos llamar universal, el cual practicamos cuando meditamos abstrayéndonos del torrente de la “doxa”, no sin costo ni desgarramiento. Por su desgarrarse de la doxa es que es un pensar universal, y duda de todo y trae las trazas del escepticismo. Es libre albedrío, tiene muchas glosas que hacer a lo que se declara como cierto. Aunque se ha pulido en el campo filosófico, cuya lema es según Fernando Savater “no salir de dudas sino entrar en ellas”, es propio del ser humano en su determinación radical, aunque el dolor y la soledad que implica hace que la mayoría lo evite y que estemos ante el espectáculo sobrecogedor de humanos que se deshumanizan, que no practican el pensar humano, sino un sub-pensamiento alimentado por el repetir de lo sancionado por el dispositivo de dominación, ejemplo el patriarcado enmascarado que inspira la historia de Occidente. Podemos emplear categorías del sub-pensamiento patriarcal casi inconscientemente y creer pensar, pero reproducir un discurso o una gran narrativa no lo es. ¿Piensa la novela?


En La carroza de Bolívar (Evelio Rosero) el primer “movimiento” sería un discurso en contra de la narrativa patriarcal. Primavera Pinzón, la esposa del doctor Justo Pastor Proceso, evade todo el tiempo la coartada de la mujer sumisa en el centro de la galería de patriarcas que aparecen en escena. Tenemos entonces, por lo menos un espécimen de lo que indagamos aquí: si escribir novelas es un ejercicio de pensamiento radical. Igual Madame Bo Vary nos presenta con lujo de detalles a una mujer convertida en un objeto por el dispositivo patriarcal de dominación. Cuando la ideología se implanta en la personalidad suministra la materia prima del no-pensamiento; pese a que se ofrecen como productos del pensamiento, todos los ideologemas –que con tanta fuerza se repiten en las redes sociales- son sub-pensamiento, quienes los corean no solo combaten a los herejes sino que se atacan a sí mismos como pensadores pues el ritual repetitivo y emocional consolida su neurosis de no-pensamiento. Algunos autores de ficción han asociado en forma explícita su creación a un ejercicio del pensar universal de la criatura humana. Y un gran número no diferencia entre su pensar y lo que queda escrito. Por último todos los ciclos de aprendizaje en las sociedades modernas van atados a la práctica de la lectoescritura. Concluir entonces que las novelas colombianas equivalen al pensamiento colombiano no es demasiada audacia.

En Colombia, el resto de las prácticas configuran un falso pensar. En las ciencias sociales campea el mimetismo, la reducción a vacías consignas de los pensadores del centro atlántico como coartadas para un modelo de desarrollo que castra a la nación y la condena a la violencia. Es obvio que la práctica política parte de abortar cualquier pensamiento auténtico ¿Y que decir de una praxis cotidiana que se desdobla en neurosis, identidades frágiles, familias autodestructivas, ludopatía, morbilidad desatada, misoginia, agresiones a la infancia, intolerancia, oscurantismo y un largo etcétera de disfuncionalidades, equivalente a barbarie con conectividad? Solamente algunas comunidades indígenas practican su pensar ancestral y escapan de la trampa.

viernes, 30 de octubre de 2015

Una mujer que te marca, La mujer barbuda de Ramón Illán Bacca


La crítica cultural es ademán de grandes novelas y la que Ramón Illán Bacca plasma en la suya se aplica al Caribe colombiano, es una mirada que coincide con la mirada de García Márquez cuando éste atenúa su intención mítico-elegíaca. Es también muy afín a la mirada de V. S. Naipaul en El sanador místico. Este libro consigue una interpretación abierta y dialógica de una época de la historia colombiana que, precisamente, carecía de interpretaciones y la historiografía nos ofrece como una sorda entropía anecdótica. Con La mujer barbuda se enmienda la omisión, se sugieren promisorias vías de recuperar el período que se abre patéticamente con la secesión de Panamá y adquiere visos de opereta con el sexenio del general Rafael Reyes y el gobierno del erudito y solterón Marco Fidel Suárez y cierra trágicamente con la rebelión de las Bananeras, y sin embargo es el mecanismo que subyace a la historia colombiana desde entonces hasta la anarquía de hoy.
El hirsutismo es el elegante nombre que se le da al exceso de vello especialmente en el rostro femenino, y por el efecto carnavalizador de la novela se convierte en el problema más importante de la república remendada tras la traumática guerra de los Mil Días y el rapto de Panamá. Porque la república bananera es Santa Marta, cuyo caudillo tropical es el general Tiburcio del Valle que teme a las habladurías que pueda desencadenar la barba suave, pero al fin barba, de su hija Perpetuo Socorro del Valle. Con este rasgo sorpresivo de la sociología se topa Spencer Cow, cuya misión en Santa Marta es localizar y llevar a Inglaterra algunos ejemplares de una rara variedad de orquídea. El bastante completo informe a sus superiores de sus aventuras suministra la sustancia básica de la novela. En el agente inglés, muy bien dotado del sarcasmo humorístico de esta raza, acentuado por su afición al opio, podemos reconocernos todos. El Caribe con su mezcla de rusticidad y cosmopolitismo suele volvernos extranjeros –aún a quienes somos de allí- apenas empezamos a tratar de entenderlo. Junto al recio sabor del ron, tenemos que digerir a criollos que padecen gonorreas de Bruselas y a fieros poetas mulatos incomprendidos. En brazos de la muchacha hirsuta, Spencer Cow conoce lo que es el sexo sin tapujos, será una marca que lleve de ahí en adelante. En este primer movimiento la novela establece su régimen propio, su nostalgia por el género folletinesco y el citar en varias formas a novelistas como Joseph Conrad y Graham Greene de pura casta inglesa que arrimaron a estas orillas para escaldar sus gargantas con ron y percibir qué extraños y sin embargo radicalmente literales pueden ser sus congéneres del Caribe.
La mezcla de los ingredientes se vuelve de gourmet cuando Bacca agrega una conspiración contra el régimen del general Rafael Reyes. El desenlace o desenredo de esta trama se apoya mucho en el diario o memorias de la institutriz griega de las hermanas Perpetuo Socorro y María Perfecta del Valle. El texto es en tanta medida resultado del proceso de carnavalización de los géneros que parece un homenaje a Mikhail Bajtin. En Barranquilla, Spencer Cow acopia informes del cónsul de su patria y da algunos pasos en falso que complicarán adicionalmente las cosas. Quien al leer esta novela siente que está viendo una versión despiadadamente adulterada y enriquecida de Casablanca, está dando en el clavo. La mujer barbuda es una de esas novelas, dentro te sientes a tus anchas, sin necesidad de justificarte, dejándote llevar por la dialéctica del novelista, leyendo las claves que te suministra para una lectura enriquecida de la realidad. El novelista es alguien que te devuelve la realidad anotada y con comentarios de su cosecha.





sábado, 12 de septiembre de 2015

El gallo tuerto de Jose Barros, un anticipo de Macondo



- Un hombre que hacía música como se hacen sillas mecedoras, José Barros, autor también de Las Pilanderas y Momposina. Celebrando cien años de su natalicio-

La autoridad para hablar del hombre singular que puso a cantar un gallo en el pentagrama me viene de haber bailado, preso de un sentimiento indescriptible, las cumbias y los porros que echó al mundo. En casas del vecindario y clubes sociales cuando empezaban los acordes de las composiciones de Jose Barros no podía reprimir las ganas de bailar, y no me arredraba el hecho de no ser el gran bailador. Y bailé esas canciones hasta que las orquestas se cansaron de tocarlas y grabarlas y tuvieron que morir los grandes cantantes que las interpretaban a todo pulmón, sabiendo que el pueblo las amaba.
Hay que mencionar a una linda cubana, Ninón Sevilla, para meternos en situación respecto del genio de nuestro gran compositor. Ninón Sevilla en giro típico de folletín escapó de un convento en La Habana y empezó una carrera de rumbera, cantante y actriz. Son los años cuarenta. A las manos de un destacado músico mexicano han llegado las partituras de El Gallo Tuerto. Y las mismas manos producen un arreglo sensacional que pone a bailar todo el año a la juventud mexicana. Los productores de cine de México filmaron una película basada en las piernas de Ninón Sevilla, su voz y el poder de seducción de una melodía y una letra que poseen el gancho de un pregón de barrio, comparable al que entonan las negras que todavía gritan sus esferas de maíz, caramelo, coco y ajonjolí: “Alegríaaaa con cooco y aní, señora compreme a miii” (se teme por la extinción de estas hadas de ébano, contra ellas conspiran hasta las dietas y regímenes que garantizan esos hermosos cuerpos que en la era digital todos quieren tener).

Dice, el trovador de El Banco, departamento del Magdalena, de su animalito:
“Lo traje de Chimichagua, en El Banco se murió/ pobre mi gallito tuerto, la peste me lo mató” “Se murió mi gallo tuerto/ qué será de mi gallina…/a las siete ‘e la mañana, me cantaba en la cocina…/Ay cocoroyó mi gallo tuerto/ ay cocoroyó, en la cocina”. Hombre que hace un duelo público por su compañero avícola es una escena que se anticipa a la alucinante atmósfera de Macondo que otro genio del Caribe, Gabriel García Márquez, habría de plasmar. Lo alucinante es eso, y nunca pasó ni pasará en otra parte fuera de Macondo: que se muera un gallo y su amo sin ninguna inhibición llore su muerte para que se entere todo el mundo. A los noruegos y los suecos les causa asombro que el coronel entrado en años hable con el gallo que dejó su extinto hijo en la novela El coronel no tiene quien le escriba. A nosotros sus coetáneos caribeños no, porque tal vez la canción de Jose Barros, escuchada miles de veces, ya era una introducción a Macondo y su capacidad de acoger en su territorio tantas cosas de la vida que son así porque sí y porque tan ocupados estamos en vivirla que es cosa de locos ponerse a explicarlo.

viernes, 10 de julio de 2015

Salsa cultural / Un año sin Gabo; el loco Cacanegra; La oculta.



“Un año sin Gabo”, ¿sobre cuáles premisas se enuncia una frase así? ¿A dónde se fue Gabo? Pero si está más cerca que nunca en sus libros. Su presencia espiritual no ha disminuido con su ausencia física. “Un año sin Gabo” fue el lema de la feria del libro, un evento cada vez menos trascendente, que podemos conservar para que los editores de toda laya se sientan importantes. El lema ha debido ser: “Gabo, qué muerto más vivo”.
Necrofilia fue la feria del libro, bajo el lema “un año sin Gabo”, que el mismo evento invalidaba . Durante quince días, eso, “Gabo”, fue el pretexto para la senilidad y el narcisismo in fraganti, no se dijo nada novedoso  ni fresco  en el espacio maquillado como “la gallera de Macondo”, por el que desfilaron un buen centenar de grises sacerdotisos y ahítos burócratas culturales. Un opíparo banquete cultural en:
-un país que no ha detenido su descomposición política y social.
-una guerra que describe una nueva y más comprensiva espiral.
-un país cuyo estado es un estado capturado por redes criminales, según varios libros que estaban en venta en la feria.
-Un país que está peor que cuando Gabo vivía sus últimas semanas y que el pobre no reconocería si despertara del sueño eterno.
Para que nos traguemos esta guerra se nos ofrece salsa cultural en porciones cada vez más generosas, y tiene sentido: la cultura disimula la guerra, maquilla la vida, esconde sus llagas, sus várices. A nivel micro, sucede lo que sucede a nivel macro en el planeta: guerra creciente y desbordante, cada vez más despiadada y a un costo que nunca se podrá amortizar, acompañada de una inflación cultural, celestina de la agresión, de la violación del derecho internacional, de las campañas bélicas contra estados que tienen la desgracia de poseer recursos naturales de gran valor estratégico para las corporaciones mercantiles que han secuestrado al planeta. Destrucción y montañas de cadáveres, novelas de mil páginas, exquisitas películas, temporada de teatro, lanzamientos de verano, violas y contrabajos desatados en Salzburgo o donde quiera, ordenadores furiosos construyendo libros e imprentas regurgitándolos en implacable guerra contra el silencio.
De la misma forma como tecleaban las máquinas de escribir hace setenta años, cuando las cámaras de gas de Treblinka y Auschwitz adormecían a cientos de miles. Ningún pintor ni escritor declaró un cese de actividades hasta que se cesara el exterminio. No se detuvo la producción de escoria culta y belleza formal. Se preparó todo el tiempo la buena salsa cultural que hace más sabrosa la carne de tercera de la realidad. Un ejemplo concreto: mientras en Colombia cada nuevo día escandaliza al precedente en materia de crímenes e infamias, no dejaron de escribirse novelas, sus autores no entraron, como expresión de repudio, en cese de actividades. En mi mesa tengo dos, La oculta, de Héctor Abad Faciolince, y El libro de la envidia, de Ricardo Silva Romero.
Luego hablaré de los malabares estilísticos de Abad. Como obertura digamos que no soy quién para tolerar la saga familiar antioqueña clonada de El olvido que seremos. No tengo la templanza ni la mansedumbre entre mis virtudes. De manera que cuando percibo que se trata de otro clan paisa de buena casta el que asoma, casi me cago en la mar. Sí señores, lo toman o lo dejan, son tres hermanos, cuya más profunda prueba de que se trata de antioqueños es que son propietarios de una finca. Los mismos que nos desconcertaron por su extraño comportamiento en El olvido que seremos, sólo que el chico en el nuevo libro es marica.
El logro es el mismo del primer libro: la memoria correcta de la familia correcta (léase, de buena cepa) que todos los paisas sueñan ser y luchan por ser, hasta Pablo Escobar y El Alemán. Un retrato de familia, fotografía del album familiar, todos los peinados correctos, todos blanquiñosos, todos bautizados y todos bien “titinos”. Y lo titino se le contagia al ejercicio de caligrafía de Abad, es una novela titina, una novela que no es como las novelas de Antonio Ungar o de Evelio Rosero, sobre tipos desadaptados, de lenguas viperinas y un sarcasmo que daña la digestión y que se explica porque esos diablos no poseen una finca, ese aditamento tan decisivo en una vida. Recapitulando, el primer lunar es que Abad reitere el tema de la familia y lo reitere a través de los mismos motivos que agotó en El olvido que seremos. Pero qué digo, ningún lunar, ni mucho menos un primer lunar, La oculta es la reiteración de los resabios de Abad como escritor y como personalidad. Una personalidad que se arriesga a ignorar la tradición de la novela, dentro de su peregrina idea de que está muy bien ser una tabula rasa porque así uno es de dónde es (de Antioquia, de América Latina) y no una mala copia del arquetípico novelista europeo. Lo mismo que un niño que escribe novelas de niño porque eso es preferible a que escriba pálidas imitaciones de novelas de adulto. La oculta va a ser un libro que no vamos a leer de un tirón, no nosotros, porque para nosotros el tema de la finca raíz rural es análogo al del fisicoculturismo, no los entendemos, sólo entendemos que arrebata quizás a la mitad de la población colombiana (desde Jorge Isaacs: su momificada novela versa también sobre una finca). Las primeras sesenta páginas son planas, una llanura uniforme que no perturba ninguna salida de tono, circunscrita a los datos anodinos de la relación –para mi aberrante-de dos mujeres y su hermano- con un predio rural. Ahora el plano del significante: un significante que arrulla, el aspecto en que Abad se compromete cueste lo que cueste. No pule un verso pero si pule los párrafos o los balancea para obtener esa cadencia arrulladora, que para mí procede de García Márquez (de quien acaso también procede la fijación en la familia). El 70 por ciento de su oraciones es un acorde de dos componentes sintacticos, cuya sucesión en los párrafos sugiere un vaivén arrullante, una lectura entrecortada y sin riesgos, (cucharadas de mazamorra reconfortante). Es la labor en que se emplea a fondo el autor. Sospecho que en este arrullo tan bacano también se apoyan otros autores que venden bien para los parámetros colombianos. Pero bueno, ¿no ha sido siempre la fórmula?, que te arrullen, que te pongan en un estado de sopor.
El libro de la envidia también lo he andado aproximadamente por sesenta páginas que me hacen salivar por las 460 páginas que restan. Alcanzo a percibir un punto de vista de densa textura, pero paradójicamente absorbente: un narrador que expone su asunto, bastante inesperado, como en las tinieblas de un teatro “negro”, que se desliza en las voces de las máscaras con maestra sutileza en los trámites enunciativos. Las sesenta páginas alcanzan para hacernos “fan” del Loco Cacanegra, figura familiar de las calles bogotanas de 1896, pocos años antes de la guerra de los Mil Días. La atmósfera goyesca de la ciudad y el exorcismo del espíritu de la ciudad que entonces ya se graduaba de infierno a nuestra medida, también nos exhortan a continuar, y a servirnos abundantemente de la fuente de salsa cultural, echarla sobre la carne dura de la miseria que pasa por la ventana y por el televisor. Presumo que también se esconde en estas páginas un debate necesario sobre esa cosa: la novela histórica.
Se ha mencionado en este texto la palabra necrofilia, y volvemos con ella porque vale la pena apuntar que La oculta también es un sistema de alusiones a los muertos, un síntoma de necrofilia, una liturgia funeraria, un libro en que los muertos son más importantes que los vivos. La familia que se presenta en La oculta reitera con constancia su pacto con los muertos y en esos rituales la vida hacia adelante se esfumina. El autor dedica un pasaje a la evocación de las artes funerarias de la hermana mayor: es quien “arregla” los muertos, con inyecciones y maquillaje para que se vean titinos en el cofre. Bajo este aspecto, promete mucho una descodificación en clave de psicoanálisis que nos permita profundizar en la inquietante personalidad del autor.