viernes, 14 de noviembre de 2014

El Alvaro Cepeda Samudio bohemio visto a través de su mentor en esas lides el fotógrafo Quique Scopell

La Barranquilla que Alvaro Cepeda nunca se cansó de vivir – nos damos cuenta, con susto – no es esta Barranquilla de ahora. Era diferente especialmente por el tipo clásico del barranquillero, un producto sincrético genial del cual quedan ya pocos especímenes. El origen barranquillero de Alvaro Cepeda Samudio quedó esclarecido por Alfonso Fuenmayor poco antes de marcharse al otro mundo a reanudar la parranda, en “La Cueva” o “El Happy” de un cielo especial, que hay para estos hombres que logran cruzar el Mar Rojo de la vida sin hacerle daño a nadie, con tantas oportunidades que hay.
Ya que Barranquilla, por esa manera especial que tenía de ser entonces, figura entre los culpables de que Cepeda no haya escrito más, ensayemos evocar esa atmósfera ecléctica en que asomaba la década del sesenta y la década del cincuenta iniciaba su camino hacia los archivos históricos. 1960 tiene que ser el año de mayor producción cinematográfica de mi papá, Ernesto Gomez Hans, por la edad que mostramos en unas escenas subidos a una canoa y creyendo que la actuación cinematográfica consiste en desternillarse de la risa. En ese año el natural desarrollo de los rasgos propios de su sexo ha llegado a la plenitud en Estefana Borromei, convirtiéndola en un diosa del cine neorrealista en el Colegio Alemán.
En ese año, o en el anterior, mi madre ha tenido un éxito arrollador con un ceñido disfraz de arlequín, de rombos negros y lilas, y por resaltar su opulenta figura le debemos a Arlequín el nacimiento, nueve meses después, de mi hermano Arnold Gómez. Por entonces, todavía no nos cansabamos de viajar en las escaleras mecánicas del Almacen Sears, ese almacén por departamentos al mejor estilo norteamericano, que convertía el crucero de la calle 53 con la carrera 46 (Avenida Olaya Herrera) en un pedazo de película de Doris Day. Ingresar a esa tienda era lo más parecido a penetrar en un museo que teníamos en la ciudad, llevado a una nota sublime por el aire acondicionado que contenía todo el almacén.
El gerente de ese almacén era amigo de Alvaro Cepeda, y su nombre era Bernardo Restrepo Maya, y padecía esporádicamente el virus de la época, el virus del periodismo, construir pompas de jabón con palabras, frases y párrafos.
Qué tiempos aquellos, todavía los barranquilleros entraban a la barbería a ser afeitados por un camaján capaz de contar una novela mientras trabajaba. Era así: el barbero, hablando todo el tiempo, empapaba la toalla blanquísima en agua humeante y la enrollaba en el rostro lleno de púas. Mientras la toalla ablandaba la superficie y los pelos, abría la navaja, la afilaba en una cinta de cuero que colgaba de la silla. La silla era todo un fetiche, de porcelana blanca y tapizada de fino de cuero, giratoria, podía asumir varios grados de inclinación, y para la afeitada se colocaba prácticamente horizontal. Comenzaba el afeitado propiamente dicho y la música del corte nítido de los cañones por la filuda navaja. Una vez retirado el brote del folículo piloso, el barbero aplicaba un bálsamo, y tras ser absorbido por la piel, hacía un masaje a base de golpecitos.
Creo que Enrique, “Quique”, Scopell ha debido tomar fotografías de estas barberías y de los clientes acostados sobre las sillas cubiertos por sábanas, atendidos por los sutiles camajanes barberos. Con el rostro pintado de espuma de afeitar y una mano en la mano de la escultural manicurista. Este fotógrafo versátil que se pegó a una cámara, como un náufrago se aferra a cualquier cosa que flote, conoció a Cepeda desde las épocas del semanario Crónica. Un trabajo para la revista –de la cual eran socios, además- en que hicieron equipo los dos tenía como tema las tradicionales fiestas de san Roque, durante las cuales era posible no solo admirar a la mujer barbuda y forzuda y la mítica rueda de la Cumbiamba, sino el tropel de pagadores de promesas y la lectura del futuro en la carpa de los gitanos.
No llevaban ambos mucho tiempo usando pantalones largos y los lazos que se hacen en la juventud suelen ser duraderos porque se suele compartir algo muy importante: la iniciación sexual. ¿Fue esta iniciación en el Barrio Chino? ¿Fue en las calles de las notarías? Si Heriberto Fiorillo no lo sabe, no lo sabremos jamás. Lo importante es que esta amistad del cuentista-periodista-aspirante a camaján, con un fotógrafo que seguramente salió ya camaján del seno materno es una amistad arquetípica, tanto como la de Eneas y Palinuro, o la de Flaubert y Turguénev, Marx y Engels, Lorca y Salvador Dalí, Borges y Bioy Casares.
El barrio chino de Barranquilla quedaba a unas pocas cuadras de la Iglesia de San Roque.
Cuando la revista Crónica cumplió su ciclo, corto porque era demasiado buena y no traía la novela de Corín Tellado, la próxima aventura de Alvaro y Quique fue el bar más intrépido que ha navegado la procelosa noche barranquillera: La Cueva.
“Póngase serio”, decían los barranquilleros maduros a los desubicados o ligeramente incumplidos. Este epigrama, Álvaro lo metamorfoseó al de “Póngase Águila”, para mercadear la cerveza Águila o para que los tomadores de cerveza tuvieran otra chacota que hacer en su húmedo corrillo maloliente a lúpulo. Luego este modo hizo referencia al que debía estar alerta. “Uy pónte aguila o te quitan la novia”, le decía la tía al sobrino en aquella época de Cortijo y su combo y de La Violencia de Alejandro Obregón. La dudas sobre la literatura lo atormentaban, y pensaba que las historias que se atropellaban en su cabeza tendían a una expresión cinematográfica. Luego se acordaba que tenía obligaciones, muchas deudas, y el cheque mensual se lo daba la Cervecería de su amigo Julio Mario Santodomingo (quien había sido colaborador de Crónica,cómo no). Y de esos agobiantes monólogos lo sacaba la máquina de burlas y sátiras adobadas con todo el mal vocabulario de esta parte del mundo, de su amigo Quique Scopell, quien además conocía más muchachas que ninguno porque era fotógrafo (todas las barranquilleras querían ser fotografiadas en Pradomar, junto al mar, como starlets de Hollywood). Quique Scopell era suficiente para cebar al más santo en la bohemia. Luego se sumó Juancho Jinete, el administrador de Diario del Caribe. “Allí no se hablaba de literatura, un carajo”, dijeron ambos al ser buscados muchos años después por periodistas ávidos de chismografía literaria. Ambos aseveran que “hablabamos mierda y criticábamos todo”. Ya verán que algún días se dilucidará lo que significa hablar “mierda” para la condición humana, y en especial, para Barranquilla, la de entonces, la de hoy lo hace menos: tal vez por eso hay más crimen en la ciudad.
Las paredes de La Cueva guardan celosamente toda la imaginación oral que se desplegó en ese antro, y uno de cuyos aportantes fue Cepeda, quizás entre tantas cosas, acuñó el dicho de “Busca tu charco babilla”. O lo recicló. Quique Scopell, ¿un literato disimulado? en la entrevista a Cervantes Angulo cuenta que había una tienda en el Barrio Abajo que solían frecuentar Álvaro, Fuenmayor y él. Dice que la bautizaron El tercer hombre, por el libro de Grahan Greene. En todo caso, el amigo con que se visita por primera vez un burdel en Barranquilla, tiene más influencia sobre uno que cualquier sabio catalán o genio de Aracataca.
El autor de estas líneas tuvo el privilegio de la amistad de la Tita Cepeda, la viuda de Álvaro. El nombre de Quique Scopell era siempre aludido por ella, lo que es testimonio de la importancia de este fotógrafo camaján que influyó en Álvaro con enseñanzas epicúreas que le distraían de su pelea con la literatura. Estoy seguro que si no hubiera perdido la pelea con el cáncer, hoy estaríamos leyendo una novela de Cepeda con varios episodios en la Cueva, hilarantes y joyceanos más que faulknerianos. Scopell y Juancho Jinete, culpables –con sus hiperbólicos sancochos copiosamente rociados de cerveza y narraciones rabelesianas e incidentes fellinescos – de que no hubiera escrito más aún.
Nota  complementaria:
A estas alturas, contamos con suficientes indicios como para no seguir atribuyendo al camaján el estatus de estibador con cuarto grado de primaria y pestañas tupidas. Todos los del Grupo de Barranquilla eran camajanes porque el primer rasgo del camaján es ser objeto de difamación de las beatas y mojigatas del barrio. Y por andar con algún libro entre manos, como El tercer hombre.Eran hombres más cultos que lo que puede ser un actual concejal o parlamentario, porque se leían bien los periódicos de aquellos años, que bien leídos permitían asomarse a la agitación y revolcón de valores e imaginarios de la modernidad. Álvaro, Germán, Alfonso y Gabriel, los cuatro discutidores de Macondo eran para Fernanda del Carpio, “cuatro camajanes descarados”.