Un personaje muy frecuente en la vida es el perito en lo
mejor de cada categoría. Y toma de cada categoría lo mejor para endulzarse la
vida. Como la fe mueve montañas, su vivienda es sublime, su automóvil es la
metonimia de su virilidad, y todo lo demás puede subirse a las estrellas con
Botox y silicona. Me pregunto si puede soportar a los héroes garciamarquianos.
No le será fácil pasar de su disneylandia personal a la pasmosa reciente
invención de los sabios de Babilonia ni al bastante rudimentario ascenso a los cielos de Remedios
Buendía. Ese perito exquisito tan versado en las marcas más convincentes y los
gigabytes de su disco duro se siente algo ajeno en medio de Macondo y su gente
sobria, que vive en esa sencillez que él, en cambio, encontró tan amarga y
lacerante. Qué asco, Macondo es un pueblo miserable. No me digan entonces, que
este tipo lee los libros de García Márquez superpoblados de pobres y de
anacoretas que no tienen en donde caerse muertos. Es más probable que lea los
libros de Harry Potter. Es complicado: no se adquiere la adicción a la
literatura cuando se tiene fobia a esas extrañas formas de vida, a los
estrafalarios personajes de las novelas, locos y perdedores (todos
descendientes de Don Quijote y Sancho Panza).
Lo opuesto, que lleguemos a querer a esos seres disparejos,
catastróficos, es extraño también. Siento verdadero cariño por Teresa y Tomás,
los héroes de La insoportable levedad del ser. Estoy seguro que ella jamás se
puso abrigo de piel ni Chanel n. 5, tampoco le inspiró un poema a Tomás, entra
en la novela como una víctima ocasional de las prácticas donjuanescas de Tomás,
una humilde mesera en un restaurante de una pequeña ciudad de Bohemia. Teresa
es tan escasa de saber mundanal que toma en serio la invitación de ir a ver a
Tomás a Praga. Tomás es un médico, y como médico en un país del socialismo
“real” ( la novela tiene lugar en los años sesenta, Checoeslovaquia era una
democracia popular, La Unión Soviética la ocupó entonces cuando se produjo una
insurrección contra la cúpula gobernante) es un personaje con estatus. Su
reacción frente a la Teresa que toca a su puerta con un libro y una maleta con
todas sus posesiones, lo sorprende a él mismo. Esa muchacha soñadora y pobre
despierta compasión en Tomas, por primera vez en su vida. Viene tres días de
visita pero se queda toda la novela, durante años. Es su culpa que un médico
termine limpiando ventanas en Praga. Tomás y ella abandonan un prometedor
exilio en Suiza, porque Teresa sufre desgarradoramente cuando Tomás toma a la
esposa de un médico suizo destacado como amante. Por culpa de Teresa regresan a
Checoeslovaquia en donde figuran en la lista de enemigos del régimen. Comparada
con Sabina, vieja conocida y compañera sexual de Tomás, pintora, Teresa es muy
poquita cosa. Es una perdedora de novela, Una gran perdedora de novela, se
parece un poco a La Maga, que en Rayuela, de Julio Cortázar, se siente tan
ignorante cuando Horacio y Gregorovius hablan de libros y ella no entiende
nada. Los sueños de Teresa elaboran ese
desgarramiento que le produce tener que compartir a Tomás con sus amantes en
serie. En uno, una fila de mujeres desnudas se forma alrededor de una piscina,
cuando Tomás señala, la primera de la fila es fusilada, Teresa se despierta
aterrada cuando llega su turno.
Los perdedores de las novelas me consuelan. También
represento muy poco, también me queda grande la piel de héroe triunfante. Hay
que ser constante y tener mucha concentración para hacerte el marco de
vencedor, incluida potente camioneta 4X4, con aditamentos que anuncian a los
cuatro vientos tu apoteosis. La mía es una pieza de museo, el diseño, admito,
la salva de la deshonra absoluta. Pero los extremos a que he llegado con ella
son provocaciones descaradas al puritanismo de la elegancia: no tiene radio ni
reproductor Mp3, ni bloqueo central remoto, ni alarma. En esas condiciones debo
considerar un mimo desmedido que me clasifiquen como excéntrico.
Algo en que somos escasos los perdedores es
malicia. Por tener tan poca malicia mi descubrimiento de la manía típica del
cristiano promedio por el estatus y del automóvil como signo de estatus, ha
sido tardío, demasiado quizás. De la manía tan difícil de disculpar por los
libros, proviene esa distracción: en los libros no hay capítulos en que el
héroe desmenuce en un buen monólogo todos sus sentimientos de plenitud y
realización al conducir un auto de dos mil centímetros cúbicos o más, algo como
un Volvo. Encima, escritores como Gunter Grass y Graham Greene jamás han
presumido de sus carros; a todas las luces no parecen haber sido propietarios
de ninguno (tampoco Gabo, como le dicen a García Márquez, y menos los Buendía).
Todo esto me provoca pensamientos apocalípticos ¿Puede quedarse la novela sin
lectores sino se escriben novelas con héroes menos opacos, más “cool”, que sean
dueños aunque sea de una camioneta Ford con air bag y Mp3?