sábado, 27 de diciembre de 2014

La tragedia de Colombia a la Alfaguara



La literatura del crímen tiene quien la escriba. La escriben todos los días esos escribidores hábiles, los periodistas, luego de que el intelectual orgánico o editor les sugiere el tema y hay que aprovechar las filtraciones de información privilegiada que son la fuente del exigente y creativo periodismo que aquí se practica. Nadie sabe que más tiene el intelectual organico en su escritorio, primero hay que destapar los crímenes de los del otro bando, de los competidores. ¿Qué puede agregar un novelista?
El principio no escrito pero universalmente acatado de que la novela no compite con los diarios y revistas es alegremente violentado por muchos presuntos autores de novela. Son prolíficos para moldear relatos en que desborda el poder satánico del narcotráfico, que repiten el discurso de los medios sobre el narcotráfico. Un discurso cuyo tópico más borroso e inane es: érase un país bueno que sucumbió en las garras de un monstruo despiadado.
Se han escrito y se escriben presuntas novelas sobre el tópico. El ruido de las cosas al caer es una de ellas, y es Premio Alfaguara 2011. En dicha editorial aplican una doctrina, y reza así: los españoles disfrutan leyendo sobre un país bárbaro y fallido, escenario de canalladas que produce alivio saber que no se cometen en España. Este país puede ser Colombia o puede ser Perú. Todo es muy tétrico por acá. Por eso el ruido de las cosas al caer es un relato tétrico. Lo mismo que desayunamos en los periódicos y revistas nuestros. Un personaje sin alma, Laverde, una ficha sin alma de personaje. El gran novelista premiado ha sudado lo suyo para parir casi una caricatura volátil y efímera. Un “carácter” cuyas aventuras se reducen a seducir a una norteamericana estereotipada y a pilotiar aviones cargados de cannabis sativa. El autor sabe escribir, cómo no. Pero este libro es una colección bien escrita de lugares comunes sobre estupefacientes y Colombia. Lugares comunes por lo menos para cualquier colombiano. Quizás para los editores españoles sean cosas más sustanciales, algo así como la tragedia nacional de Colombia. Esos editores que llevan a Juan Gabriel Vasquez de la mano por las fases de su carrera literaria dejan tranquilo el tópico de la tragedia nacional de España, toda la maldad que España destiló en su célebre guerra civil de 1939, y luego en la tétrica dictadura del generalísimo Francisco Franco. Podrían ensayar las posibilidades de este tópico y premiar novelas que lo traten. Y en serio, algo podría salir bien: novelas sobre la tragedia de España tendrían acogida acá en estos países fallidos de ficción alfaguareña. Primero porque es un tema virgen acá, que no encontraremos en los periódicos y revistas. Segundo porque España y sus actos históricos fallidos son un espejo perfecto para Colombia y los suyos. ¿No dijo alguien que la novela era un espejo que se pasea por un camino?

La poética contragarciamarquiana de la nueva novela colombiana



Ignacio Escobar(Sin remedio, Antonio Caballero) es dominante respecto de sus amigos, de sus novias, tiene cierto rango dentro del salón de su mamá, capital simbólico frente a su prima, a diferencia de Aureliano o Ursula Buendía la vida para él es una intensa lucha por el poder, fáctico o simbólico. A Juana Villegas(Parece que va a llover, Ricardo Silva Romero) la cerca un tejido de ideología y la cerca para co-optarla y asimilarla dentro del dispositivo del Poder. Los nuevos novelistas tuvieron que afrontar estas cosas que la poética garciamarquiana eludía con argucia que hacía más compleja la tarea
Alguno de esos ingleses infatigables del siglo de las luces juzgó vagos y frívolos a los “romances”. La palabra ya tenía su historia, que la había alejado completamente del significado que tenía en castellano pero de todos modos designaba una tupida narración abundosa de aventuras y de trabajos de amor perdidos o hallados. El inglés flemático y sus correligionarios propusieron y terminaron imponiendo el término “novela” que cíclicamente se presta para designar una amplia miscelánea de artefactos y que se emplea mucho en este mundo que tiene a la novela como uno de sus rituales y fetiches culturales. No importa cuánta agua neoliberal y posmoderna haya pasado bajo el puente, un novelista sigue siendo un héroe cultural y va siempre acompañado de un séquito de aduladores profesionales y amateurs, siempre es mediático, entusiastamente mediático. ¿A quién se le escapa que a la novela los medios prodigan toda la visibilidad que le mezquinan a la poesía?
No divaguemos, sin embargo, por lo menos por un corto espacio: del término “romance”(romanz) sobrevivieron las palabras “romanzo” y “roman”. La primera es del italiano que la emplea en alusión a exactamente el mismo artefacto que llamamos novela en castellano. La misma función tiene roman en francés y en alemán. Y son “romancieres” en Francia, los colegas de los “novelists” del entorno anglosajón. En  lengua castellana "novela" no disfruta de un término sinónimo, de modo que quien medita sobre cualquiera de los aspectos de la novela  no puede evitar el uso fatal y reiterativo de ese nombre. Como sucede en lo que sigue.
Hoy se puede postular el hecho de la novela colombiana, y se puede hacerlo a pesar de Gabriel García Márquez, un autor que, amén de su calidad intrínseca, es tan elaborada construcción semántica y social, que no es juego de palabras decir que es una institución, un héroe mediático también. La construcción ideológica de Cien años de soledad incluyó entre líneas la noción de que era una culminación, un pleroma y non plus ultra, en el cual llegaba a su máxima expresión la literatura colombiana. Mucha atención aquí: en el logro de la máxima expresión o manifestación de algo está la implicación de que son innecesarios más esfuerzos, se ha llegado a un punto final. La obra de García Márquez fue para muchos escritores colombianos la mala conciencia de su no necesidad. Todo estaba realizado. Por eso la novela que vemos surgir en Colombia resueltamente en los últimos veinticinco años, surge a pesar del bloqueo que produjo la emergencia del demiurgo de Macondo, en su contra, en contra de su poética, con la visión de que la poética macondiana es una dentro de un repertorio amplio y es irracional concederle predominio o legitimidad especial.
La otra percepción que la “canonización” del texto garciamarquiano produjo: método tan productivo y lúcido merecía ser copiado, imitado, asimilado. Hubo intentonas, pero ocurría que el método obedecía a un “insight”, no eran simples manipulaciones retóricas: para producir los levitantes textos macondinos era necesario compartir las intuiciones garciamarquianas, su vitalismo y surrealismo particulares. Todo era un gran equívoco, nada próximo a la tradición novelesca ni a sus prácticas textuales. Los que imitaban al fabulador macondiano no tenían muy claro el carácter del modelo: no es fabuloso argumentar la pertenencia de García Márquez a la escuela de la “novella” o noveleta. Una aproximación desde la sustancia de la noveleta al paradigma hubiera sido más rica en logros. A la postre no se materializó ninguna escuela garciamarquiana y todo remedar del texto garciamarquiano sugiere frecuentemente la torpeza y el mecanicismo. A pesar de García Márquez, la nueva novela comenzó por comprender dos opciones de signo diverso: novela y noveleta. Podemos ubicar ese tocar fondo en 1976 año en que irrumpe Que viva la música (Andres Caicedo, 1951), un espíritu muy independiente: en su rasgo particular Caicedo no era de los que se sentían aludidos por la consagración-legitimación de Cien años de soledad. No carecía de “insight” propio, de fetiches propios, divididos entre el cine y la literatura, tampoco tenía raíces en una región poderosamente tipificada como el Caribe de García Márquez, si tenía raíces se hundían en la huidiza urbe tercermundista recorrida por hibridaciones culturales y por los conflictos y compulsiones de seres transitorios e improvisados, los átomos de un país que no encuentra una nación. Tuvo la actitud, tuvo la intuición novelesca: fuera de esa realidad, esa que registra la novela, nada más había, hacer novela es aludirla, hacerla ver (otros escritores, diversos de los novelistas, postulan que esta realidad en la que estamos arrojados puede trascenderse, escribir es tocar o sugerir lo que hay más allá). Como un delirio o pesadilla de José  Arcadio Buendía surgen en las páginas de Que viva la música, sus desaforados actores, figuras retorcidas y desgarradas del nicho de la adicción y el hedonismo mimético de las subculturas del pop-salsa-rock, nihilistas y reos de otros crímenes menos del peor: el de ajustarse la mala fe existencial y volverse potable para el dispositivo de dominación. La protagonista, a diferencia de cualquier mujer Buendía, se caracteriza por la imposibilidad de recuperarla para fábulas fundacionales nacionalistas, pero su sentido de la sátira denuncia esa sociedad improvisada, esa existencia sin ciudadanía, esa supervivencia en los márgenes de la retórica, de la delirante superestructura de un país dependiente y satélite.

sábado, 13 de diciembre de 2014

Ingredientes sin receta para una novelita


¿Amo a las mujeres? Tal vez sí, absolutamente, menos media docena de arpías. Odio a la directora de décimo grado, hija de puta según la cual mi hijo es un perdedor (y, por consiguiente, yo, otro perdedor) incapaz de elevarse a las estrellas de las matemáticas de ese puto colegio con énfasis en matemáticas. Debo amar a las mujeres, sino ese sexto sentido ya las hubiera alertado y no disfrutaría esas sonrisas dirigidas a mí. La cara de solterona, los labios sin carne y la carne mustia del rostro de la profesora. Una cara muy seria, que me recuerda el recientemente leido aforismo, leido en la novela de Ramón Illán Bacca, La mujer barbuda: “Cara seria, culo loco”. Es posible, lo hace seguro con un muñeco inflable de raza negra dotado de un verdadero príapo…

Como no me he obligado con ninguna editorial a escribir nada, probablemente sin ayuda de algún hada madrina o ser angelical no escribiré la novela sobre Vera Carolina Duarte. Pero me gustaría escribirla, plantar a Vera Carolina en medio de las paradojas de la existencia, apresarla en las prácticas y los discursos que envuelven a cualquier adolescente en Bogotá, también a sus adultos, a su abuela Flora Duarte, un par de tías. Escribí una escena en que había tres tías, se emborrachaban y dejaban salir algunos fantasmas, nada que deslumbre.
En otra escena que escribí aparece su papá, aparece con un oso grandísimo. Un oso enorme, es algo muy visual. El significado que puede tener que un padre que sale de la nada de pronto quiera que su hija adolescente duerma con un oso. Y de ese cuadro empiezan a salir otros, sin control. A media novela Vera descubre que su abuela y su padre han pasado una noche juntos, se han “rumbeado”.
Esto me deja en las manos un proyecto de novela con tintes eróticos. Sin duda, otro cuadro presenta a Vera durante unas horas de tensión en que esconde de su abuela a un novio a quien estaba practicando un acto manual cuando su abuela volvió más temprano del trabajo. Requeriría dotes de maestro de la novela estadinense que no se si yo posea.
La mujer joven experimenta radicalmente la demencia de la sociedad. Todos los agentes de la dominación se mueven a su alrededor para someter su florecimiento existencial con el objetivo de castrarla y convertirla en materia prima para la reproducción del sistema. Me parece recordar que esto expone Simone de Beauvoir en El segundo sexo. La novela de una joven es la exposición de sus paradojas frente a este destino, su resistencia sorda, su rebeldía y su supervivencia con esa actitud femenina tan creativa, con la forma femenina de pensamiento.